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Tribuna
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Caminos de hierro

Tiempo de idas y venidas, de emigración interior; los hijos que vienen de la Universidad, los padres que peregrinan al lejano nido de la prole, el impulso pascual de los forasteros en visita, el tráfago excitado, bajo el signo del frío, todo ello pasaba por el pórtico natural que fue antaño la estación del ferrocarril. Las estaciones, que orientan la acogida y el flujo de la diáspora. Mortecina está la del Norte, a solas con la ermita de San Antonio y la escurrida cuenca del Manzanares; la de Príncipe Pío, de las Pulgas... Ahora,. la francamente fea de Chamartín y la monumental, soberbia, faraónica y restaurada con acierto de Atocha tienen algo en común, que queda de manifiesto en las jornadas de ajetreo: la escasa, cuando no ausencia total de servicios subalternos, en especial de porteadores de equipajes; no sólo ellos evaporados, sino los carritos para ser empujados o remolcados por el usuario, recuerdan a esos bancos de peces que se eclipsan sin causa aparente y resurgen en otro lado y vuelven, los mismos u otros. Ocurre en los, aeropuertos, embutidos unos en otros , como perros engarzados y gratuitos, incluido el peaje de vuelta que obliga a dejarlos en un lugar determinado y no a la buena de Dios, que es como nos gusta abandonar. Los vemos relucientes, amistosos, o huidos, en inexplicables estampidas.Tiene lugar en un singular momento; nos despide por la mañana, al tomar un vuelo regular hacia Barcelona, y ya no están al regreso. La presencia o la falta de estos útiles artilugios está regida por normas muy alejadas de la comprensión del viajero medio. También ha desaparecido la silueta providencial del mozo de cuerda, aquel fornido y cachazudo alivio de fatigas, vestido con blusón oscuro, tocado con la gorra de plato, donde campeaba su número de identificación, que le daba cierto aire de tranquilizadora autoridad, cuando las autoridades tranquilizaban al ciudadano. Más mañoso que forzudo, hábil en echarse, literalmente, el mundo -el baúl mundo- a la espalda, encargado de la bienvenida a quien venía de lejos, con el parecido acento asturiano, gallego o zamorano de los serenos del comercio y los afiladores. En algún momento se quiebra la tradición, el mozo deja de engendrar mozos y quizá aquella simiente produzca cirujanos plásticos o expertos en ingeniería financiera.

Como si fuera una aflicción merecida, quien se dirige al Norte ha de acarrear la impedimenta un centenar de metros, hasta la escalera que vierte en los andenes, varios ni veles más abajo, con esfuerzo y suplicio semejante al ganar la capital. Un hado regularmente nefasto se encarga de que nuestro vagón siempre esté en el sitio más alejado del con voy. En una y otra dirección son aplicables las lamentaciones de la fatigada Rosaura, de La vida es sueño, cuando llega a las arenas de Polonia -bueno, a los madriles-, y "apenas llega cuando llega a penas". Quienes nos movemos solos por el mundo, apreciamos el impagable valor de ser recibidos en la estación por quienes nos ayudan con la pesadumbre de los bultos, que es como despectivamente se conoce al equipaje.El irreflexivo desatino de abandonar nuestra villa durante las pasadas y nevadas fiestas nos confinó en lo que siempre tuvimos por legítimo y altanero orgullo: el Talgo. Ignoro cómo pudieron introducirse en el parque ferroviario aquellos vagones, que parecían el excedente, el saldo dé alguna tronada república soviética muy venida a menos. La traza anticuada fue robusta, parca y mezquina, con filas de cuatro asientos en primera clase, escatimando el espacio; pintura gris carcelaria y avellana indigente de hospital, sólo disponen de un retrete por vagón, es decir, para 80 o 100 pasajeros. La cafetería diurna está atendida por un esforzado empleado de wagonslits, que tiene que desplazarse fuera de su ámbito para buscar los bocadillos y la bollería.

No es fácil calcular la edad de un vagón de ferrocarril, pero la de aquél superaba la media de cualquier viajero. Renfe añade a la emocionante aventura la expresión de una larga, penosa y quizá heroica historia, que podría enlazar con los furgones del Oeste y, con mayor viveza, a los que transportaban las dolorosas remesas a los campos de exterminio, departamento de oficiales de la Gestapo. Quizá exageremos, por la lejanía con que nos viene a la memoria, asimismo, el esplendor del Oriente Express, con el que nada tiene que ver.

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