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Los libros y la política

Fernando Savater

La mitología popular (o varias diversas, pero complementarias) ha convertido simultáneamente a los libros en denostado negocio, bien cultural insustituible, especie protegida en vías de extinción y no sé cuántas cosas más. Incluso quienes apenas los frecuentan tienen una elevada opinión de los libros, expresada las más de las veces como queja paternalista -"¡pobres libros, arrinconados por la tele!"-, mientras que en otros casos la reverencia desemboca en furia o prohibición. Incluso hay quien beatifica a los libros por encima de toda otra realidad cultural o técnica, como esos que ensalzan a nuestros reyes para mejor condenar la bajeza de nuestros políticos. Ciertos integristas islámicos se niegan a destruir el menor papel impreso en tanto que posible portador de una sura coránica, pero no tienen remilgos a la hora de proscribir como cosa de infieles el 90% de la producción editorial cosmopolita. Esta mescolanza de actitudes un tanto alucinadas se ha reflejado recientemente en los comentarios sobre dos sucesos políticos tan dispares como la clausura judicial de la librería pronazi Europa, en Barcelona, y la agresión vandálica (¡pobres vándalos, seguro que fueron gente mucho más maja!) contra la librería Lagun de San Sebastián.Antes de acercarnos a esos casos concretos, dejemos por lo menos tres planteamientos desmitificadores en claro. Primero (y muy obvio): los libros no son monumentos inertes, sagrados de por sí según esencia inmutable, sino artefactos vivísimos de la intención humana y, por ende, tan buenos, malos o mediocres como sea esa intención misma. Lo mismo que al comprar un disco uno puede llevarse a casa el Carnaval de Schumann o Corrupipi Mix, quien adquiere un libro obtiene por su dinero las reflexiones de Platón o las de Hitler, las obras de Freud o las del catedrático Quintana, inocentes recetas de cocina o las inquietantes elucubraciones eróticas del marqués de Sade. El simple gesto de leer es sin duda intelectualmente provechoso, pero no siempre el provecho será el mismo. Segundo (obvio, pero un poco menos): a los libros no se les aprecia o desprecia, no se les detesta, ensalza o persigue más que a partir de otros libros. La clave para disfrutar cada libro o para aborrecerlo se encuentra también en la biblioteca. El califa mandó incendiar la de Alejandría no por odio a todos los libros, sino por amor a uno de ellos: las obras que coincidieran con ése eran superfluas, las que disintieran pecaban de impiedad. Pues la barbarie no es carecer de libros, sino cierta forma excluyente y fetichista de relacionarse con algunos de ellos.

Tercero (inadvertido o negado): los libros tienen hoy tanta ascendencia buena y mala sobre los humanos como siempre. Probablemente más, porque los medios de comunicación audiovisuales multiplican esa influencia. Da lo mismo que se lea más o menos, que se vendan más o menos libros. El hechizo multitudinario de los libros cruciales nunca ha provenido sólo del número de sus lectores efectivos, sino de haber sido asumidos por las personas más escuchadas, que se los contaron con encomio a los demás. Esos maestros de masas presiden bancos, programan cadenas de televisión o diseñan planes de estudios, como ayer ocupaban los púlpitos o arengaban a los amotinados en las plazas. Así los libros se abren paso incluso entre quienes no los leen, y sólo otros libros pueden contrarrestarlos. Según ha contado la prensa, la librería Europa fue cerrada a causa del contenido pronazi y racista de las publicaciones que en ella se vendían. Se le aplicó sin duda una desafortunada legislación que se ha extendido por la Comunidad Europea (con la única resistencia hasta hace poco de Inglaterra, siempre adelantada en cuestión de garantías jurídicas de la libertad personal) y que convierte en delictivas ciertas doctrinas políticas y determinadas interpretaciones históricas que muchos consideramos abominablemente erróneas. Pero ¿acaso los errores, por nefastos que sean a juicio de la mayoría, pueden convertirse en delitos? ¿No es éste el peor error de todos, y el más nefasto? La cuestión es peliaguda. Parece probable que ni el máximo respeto a la libertad de expresión pueda autorizar la publicación de todo cuanto cabe escribir, del mismo modo que la libertad de cátedra en una universidad estatal no debería amparar sin control alguno el delirio o la incompetencia.

En contra de lo que dijo una vez el portavoz gubernamental Miguel Ángel Rodríguez, sí hay palabras que matan o sin las cuales en ocasiones no podría matarse. Mi colega Javier Pradera sugirió el ejemplo de dos, bien contundentes: "¡Apunten! ¡Fuego!". Las incitaciones directas al crimen y a la segregación civil por motivos raciales tienen un vigor performativo distinto de la simple expresión de puntos de vista. No es lo mismo negar la existencia de cámaras de gas nazis o sostener la inferioridad intelectual de los negros que reclamar el exterminio de los unos o la marginación educativa de los otros: en el primer caso se trata de disparates, pero en el segundo se inicia una agresión. Lo que debe estar fuera de la ley no es pensar mal, sino exhortar o instruir para que se haga daño. Y me refiero a causar perjuicio físico o cívico, no a ofender al vecino con faltas de respeto o indelicadezas arbitrarias, que deben ser respondidas en el mismo tono, pero no prohibidas. Más vale equivocarse por exceso de libertad que por prontitud represiva: los libros deben combatirse con libros, no con leyes. Las obras prohibidas agigantan su tenebroso encanto en el exilio: cuando se las lee a escondidas parecen más fuertes de lo que son. Además, lo que hace falta desarrollar es el espíritu crítico de la gente, no anestesiarla con censuras para que siga con docilidad infantil el camino del bien. Por cierto, ¿quién decide de una vez por todas y para todos lo que es el bien? Si hoy secuestramos los libros nazis ¿veremos confiscar mañana los tratados marxistas, los relatos pornográficos, los ensayos que defienden la despenalización de las drogas? Resulta como mínimo alarmante que el cierre de la librería Europa haya sido considerado sin más como un triunfo "progresista". Y ahora pasemos al caso Lagun, la entrañable y emblemática librería que tanto viene significando para los donostiarras menos resignados a aguantar imposiciones, sean franquistas o nacionalistas. Los kalimotxales que la atacan noche tras noche no son enemigos culturales de los libros como con tierno apresuramiento retórico quisiéramos suponer. Ellos también tienen sus libros venerados (o al menos venerados por quienes les dirigen), algunos de los cuales se venden, como no puede ser menos, en la propia Lagun. Tengo delante uno reciente, entusiasta manifiesto del agitprop urbano, cuyo título les regalo: Telúrica vasca de la liberación. Y los hay aún más graciosos, desgraciadamente. No, de lo que son enemigos los kalimotxales es de una cultura política, la de la democracia pluralista, que no se plasma tanto en libros como en instituciones. Si María Teresa, Ignacio y Rosa regentasen una zapatería o una farmacia, hubieran sido agredidos igual, como ha pasado en otros casos. Quienes les atacan pretenden amedrentar a sus adversarios ideológicos, no emborronar libros. Lo cual considero mucho más grave porque, como dijo Platón en el Protágoras, "los libros no pueden responder ni interrogar". Eso es tarea de los que saben leerlos, elegir entre sus razones y pensar por cuenta propia, cosa que siempre, de un modo u otro, cuenta con acérrimos enemigos.

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Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Complutense de Madrid.

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