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Negociaciones en Lima

Como escribió Carlos Fuentes, la insurrección zapatista en Chiapas fue la primera guerrilla poscomunista en América Latina. También se podría decir que es una primera versión popular del posmodernismo contemporáneo, porque este movimiento neoindigenista mexicano estuvo hecho no para pelear en el campo de batalla, sino en la mesa de las negociaciones. Fue la única guerrilla con una permanente conferencia de prensa.Es verdad que ya Pancho Villa, bajo contrato con organizaciones norteamericanas de noticias, tuvo que cambiar la hora de sus batallas porque, aunque él las prefería de noche, la mañana se prestaba a mejores filmaciones. Pero los zapatistas de la selva Lacandona han sido capaces de producir un extraordinario archivo documental, que incluso admite un Congreso de la Humanidad en un pueblo llamado La Realidad.

En Lima, los rebeldes Tupac Amarus que tomaron la Embajada de Japón y mantienen secuestrados a 74 rehenes no están exentos de simbolismo. Su nombre tributa a un rebelde cacique quechua del siglo XVIII, pero también a la etnología: significa resurrección permanente; esto es, respuesta andina. Sólo que su acción dramatiza peligrosamente sus demandas por un lugar en la mesa de las negociaciones.

En este fin de siglo, buena parte de los Gobiernos latinoamericanos están dedicados a un diverso debate sobre el futuro de la región y el lugar de las fuerzas sociales y económicas en el mismo. El problema es que la mitad de la población no tiene voz en esa discusión, y mucho menos lugar en ese futuro. Irónicamente, este dilema se produce cuando América Latina cuenta con el mayor número de Gobiernos democráticos de su historia y cuando signos de gobernabilidad facilitan comunes vías de acceso y concertación. Trágicamente, las reformas no han tenido consecuencias sociales y, en la esfera política, han cerrado el espacio de concurrencia. Prevalece, así, un mercado de convencidos y una mayoría que poco tiene que vender y casi nada por comprar.

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Por cierto, la violencia ha probado ser el camino más directo hacia la parálisis, aunque hasta el comandante rebelde dice reconocer la necesidad de las privatizaciones. Pero este reciente recurso a la violencia como método de participación ilustra tanto el estrangulamiento del espacio político como la marginalización y seguramente desesperación de sectores de la población, quizá incluso de sectores políticamente significativos. La ecuación de marginalidad política y violencia calculada es demasiado volátil como para ser considerada viable. Y la situación en la Embajada japonesa podría todavía terminar muy mal, aún si la Navidad les dio a los rebeldes la oportunidad de liberar un buen número de secuestrados en un gesto no menos elocuente que el abrazo con que éstos reconocieron la conversación al parecer intensa de los armados. Más explícito fue el hombre de negocios canadiense que, al dejar la Embajada, declaró que "ellos han ganado nuestro respeto"; es decir, se han convertido en interlocutores casi legítimos.

En todo caso, este hecho es sintomático de un problema mayor. En Colombia, México, Venezuela y ahora Perú, diferentes expresiones de inviabilidad social han llegado a la violencia como medio político de participación. Parecería que las distintas experiencias nacionales de reforma económica que confiaban en destrabar el sistema político, modernizándolo en el proceso de abrir sus economías, y crear bases sociales inclusivas han terminado por crear un contraproceso de exclusiones crecientes. Los países latinoamericanos están apenas capacitados para acomodar sus sectores de sociedad incluida en el sistema; pero no tienen ninguna capacidad para afrontar el reflujo de las masas de excluidos. A pesar de los extraordinarios esfuerzos peruanos de reforma del mercado, privatización, control de la inflación, crecimiento continuo y reconocida gobernabilidad, la mitad de la población todavía vive bajo el índice de pobreza y el desempleo no ha cedido.

Con todo, todavía buena parte de los peruanos apoyan con estoicismo el Gobierno de Fujimori por su capacidad de controlar la economía, desmantelar el terrorismo y mantener un margen de esperanza. Pero la brecha se abre en la arena política. Los partidos políticos están reducidos a la fragmentación y en buena parte desacreditados, y la oposición carece de voz incluso a nivel de diálogo con el Gobierno. El espacio político se divide en pro y contra Fujimori, simplificando el debate y propiciando tanto una oposición sin capacidad negociadora como un autoritarismo estatal sin voluntad de diálogo. En ese vacío político, quizá el mayor problema sea la ausencia de mediadores, aparte de algunas iniciativas en grupos de pobladores y organizaciones de mujeres. No es casual que éste sea el primer Gobierno peruano en el cual haya tan pocos interlocutores. Como la Administración de Zedillo en México, la de Fujimori está hecha, en buena parte, de tecnócratas que prefieren dejar el debate a la dócil mayoría gobiernista del Congreso, donde el discurso suele ser de convicciones, o sea, de sordos. Francisco Tudela, el ministro de Relaciones Exteriores, que permanece rehén de los Tupac Amarus, es una figura independiente y un internacionalista que ha rehecho el estado del aparato comunicativo de la diplomacia peruana. No es menor la ironía que Tudela sea acallado por estos terroristas del diálogo a nombre de sus 15 minutos, o 15 días, de fama o infamia. También dentro del aparato estatal, otras figuras públicas y entidades han estado buscando abrir desde dentro las vías de acceso no sólo al mercado, sino a la comunidad y, no sin éxito, al sistema internacional. Un síntoma claro es la multiplicación del turismo. Otro, la intensidad del debate al nivel de la prensa, una buena parte de ella en franca oposición.

De modo que la cuestión pendiente concierne a la capacidad de concertar de los intermediarios que un Gobierno que carece de la experiencia mediadora pone a cargo de las negociaciones.

Sintomáticamente, toda la prensa oficialista ha satanizado la idea misma de negociar como equivalente a una claudicación y casi a una traición. La política peruana tiene una larga tradición canibalística: suele basarse en la descalificación de la humanidad del Otro. Esta exacerbación plantea la paradoja de que los rebeldes pueden terminar pareciendo más civiles, menos intransigentes. No en vano todavía hay quienes juegan a un fracaso del Gobierno de Fujimori, en una suerte de reivindicación póstuma.

Lo peor es que, en situaciones paralelas, la única fuerza mediadora ha sido la militar, con eficiencia, pero no sin serias violaciones de los derechos humanos. Si los Tupac Amarus están buscando un espacio en el debate nacional, tendrán, eventualmente, que dejar las armas y sumarse a la competencia; tal como los zapatistas parecen dispuestos a hacerlo, para hacerse de paso un lugar para ellos mismos en el futuro incierto. La incertidumbre, no la intransigencia de las convicciones, es el primer síntoma de la experiencia democrática. Sintomático, por eso, fue el gesto frustrado de Fujimori al sugerir que podría ser por tercera vez candidato a la presidencia si el programa de las reformas corriese peligro, de modificarse; negar la incertidumbre equivale a cerrar más el espacio político. En México, la desazón de futuro que se vive es el primer síntoma de que ese espacio se abre en la medida en que el PRI tiene su porvenir en duda.

Un problema inmediato, en el Perú, es garantizar que el espacio electoral esté hecho por la concurrencia y participación competitiva; otro, reconocer el poder negociador de las organizaciones sociales, desde hace años dedicadas a explorar canales de acceso a recursos, acuerdos y concertaciones de orientación popular. Toda una cultura de la negociación política ha crecido en las sociedades marginalizadas como una red de resistencia y respuesta, a las pauperizaciones. Pero todavía otro problema es asegurar los procesos independientes del aparato judicial.

El carácter intemacional de este episodio peruano -cuyo modelo económico de alto costo social los países más ricos no han tenido reparos en aceptar- debería propiciar, bajo la luz de alarma de este episodio de estrategia comunicativa armada, mejor atención a estos problemas irresueltos, en cuyo contexto los Tupac Amarus pueden ser sólo uno de los riesgos mal calculados.

Julio Ortega es escritor peruano y profesor de literatura y cultura latinoamerícana en Brown University, Providence (Estados Unidos).

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