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Saber de líder

Felipe González ha tenido una visión y se ha apresurado a anunciarla a sus fieles: si Dios no lo remedia -y, añadió, Dios no suele entrometerse en estos asuntos- será candidato a la presidencia del gobierno en las próximas elecciones generales. No importa que las próximas no estén cerca y que entre el momento de la visión y el acontecimiento previsto puedan interponerse otras elecciones, municipales, autonómicas, europeas. Pase lo que pase, González sabe que dentro de dos o tres años será de nuevo candidato a la presidencia del gobierno.Es un saber de fuerte, un saber de líder. Lo sabe porque su conocimiento puede producir el hecho. Un conocimiento, pues, si no de Dios, a lo divino, de esos que hacen milagros. ¿No es acaso el milagro el producto de una fortísima imaginación, a la que la realidad se pliega? Fortis imaginatio generat casum, recordaba Montaigne: una imaginación fuerte produce el acontecimiento. Felipe González es de los que poseen ese tipo de saber, esa fuerza interior capaz de dar por hecho lo que se imagina; un saber eficaz, que transmite confianza y seguridad a los antiguamente llamados secuaces, voz política caída por desgracia en desuso. Pero secuaces son, pues no intervienen para nada en la decisión de un líder sino que todo lo esperan de él y lo defienden, además, a capa y espada porque saben que si González está bien, relajado, dueño de sí, nadie le resiste. Nadie incluye, desde luego, a ese pobre Aznar, que no sabe ni hablar. Se lo merienda; la próxima vez es que se lo va a merendar.

No debían ser tan confianzudos, ni frotarse con tanta fruición las manos por lo mucho que sabe su líder. Pase que le no le reprochen el anuncio; que muestren tan pobre estima de sí mismos y tan alta de su jefe que a nadie se le haya ocurrido recordar que esas visiones no se anuncian sin tener la cortesía de esperar la ritual aclamación de un congreso. Pase que ante tan fuerte saber, las formalidades se tomen como prejuicios de espíritus débiles, de esos que sólo se tranquilizan si se cumplen los reglamentos. Pero aun si por todo eso pueden pasar, los socialistas debían quizá sentir alguna inquietud por el estado de debilidad hacia el que su partido se desliza insensiblemente ante tanta fortaleza del líder.

Inquietud porque en una democracia más o menos consolidada, las elecciones no las gana sólo un líder sino un partido, y el socialista aparece cada vez más sumido en la confusión y la irrelevancia, resultado del resquebrajamiento de su comisión ejecutiva, de la sustancial pérdida de poder en ayuntamientos y gobiernos autónomos y de la aparición de fuertes tensiones en el seno de algunas federaciones regionales. Los catalanes acaban de demostrar su confusión al ser incapaces de renovar nada sin recurrir a los más viejos del lugar, cargados de medallas y cicatrices; los vascos se encaminan a marchas forzadas hacia la irrelevancia, al tragarse no ya un sapo sino la docena entera que sus aliados de gobierno les sirven cada mañana en el desayuno; de los madrileños ni se habla, empecinados como siguen en candidatos que salen a la competición derrotados de antemano. ¿Los andaluces? Satisfechos por que la justicia ha puesto por fin las cosas en su sitio, como dice, tan orondo, el presidente de la Junta al enterarse de la prescripción del delito marbellí: aquí, como bien se sabe, no ha pasado nada; todo era producto de una conspiración.

Mientras tanto, los jubilados cobran sus pensiones, los parados, sus subsidios y los jornaleros del campo, sus PER; la huelga de funcionarios se salda con un ahorro de más de mil millones y el empleo crece a un ritmo de mil por día; los precios no suben ni una décima, y hasta el Banco de España, siempre tan sobrio, descorcha una botella de champán. The Economist escribe que nuestro gran problema es el paro. Bueno, si eso es todo, más paro había en 1986 y los socialistas ganaron por segunda vez. Claro que les guiaba un líder dotado de un poderoso saber.

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