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Estado de los cráneos privilegiados

Una encuesta realizada poco antes de las elecciones generales daba como única preocupación de los intelectuales y artistas la reducción de subsidios a la cultura si el Partido Popular llegaba al poder. Todo lo demás -la política exterior, el crecimiento económico, la inmigración- era secundario, casi como en aquellos tiempos en que a quien no le quedaba más remedio buscaba la intervención protectora de Juan Aparicio como factótum de la prensa del régimen. Hace unos meses, en la tercera entrega de La novela de un literato, de Cansinos-Assens, el panorama del submundo literario entre 1923 y 1936 daba más para el escalofrío que para la nostalgia del tiempo pasado. La época de desgarros y cráneos privilegiados reaparece en las memorias de Jesús Pardo -Autorretrato sin retoques-, como si fuera lo mismo sobrevivir en aquel Madrid de bohemia literaria de los años cincuenta, corroído por la guerra civil y el nuevo régimen. Uno no sabe si compadecer más a los jóvenes que bostezaban de forma poco orteguiana en los casinos de provincia o a los que perdían el tiempo escuchando los oráculos en las tertulias de la bohemia madrileña. A efectos de higiene personal, quizás andaban más arreglados los del bostezo, del todo ajenos a una pintoresca idea de la gloria literaria, sin tanto sablazo y tanta tertulia de café.

No puede ser casual que, si difícil era entonces distinguir entre la bohemia y la literatura, hoy tengamos dificultades a la hora de diferenciar la efusión literaria de la vida intelectual. Nadie le pide a un poeta más o menos neobarroco, kavafiano o a un novelista del mito que estén al tanto de los pros y contras de la unión monetaria europea, por la misma razón que, si se manifiestan al respecto, su opinión tendrá el mismo valor que la de un farmacéutico, un modista o una conductora de tren de alta velocidad: más aún porque estamos presenciando el auge de una consideración endógena de la literatura, al margen de otros quehaceres del hombre, como si las ideas fuesen contaminantes y la realidad contaminase. De cualquier modo, el alto vuelo de la literatura no garantiza una opinión valiosa del poeta en cuestión de políticas energéticas para España.

A pesar de los estragos del totalitarismo en años pasados, algún día quizás sintamos la necesidad de intelectuales -o como se les quiera llamar- que reflexionen sobre el universo infórmático, la seguridad de Occidente, las ventajas de una confederación europea, el lugar de España en el mundo, la cohesión constitucional, el sistema electoral, la corrupción, el modelo sanitario o el inminente requerimiento de rigor en un sistema educativo averiado por la sucesiva aplicación de dogmas pedagógicos en boga. De momento, nos estamos reservando para el debate que toca tener en el centenario del 98.

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A la pregunta de para qué sirven los intelectuales, la costumbre es decir, hoy por hoy, que son quienes deben contribuir a que la sociedad aprenda a instalarse en la complejidad. Como en el pasado, puede considerárseles transmisores y no generadores: transmitir ideas cuando antes transmitían ideologías, conectar saberes cuando antes propagaban sistemas. En términos políticos, la herencia de los años sesenta -disolvente en más de un aspecto- propagó para las décadas futuras la noción de que el intelectual, de forma sistemática, tenía la obligación absoluta de criticar el poder. Lo que entonces no se nos decía era cuál debería ser la actitud en el caso de que el poder -ejercitado en la plenitud legítima del Estado de derecho- hiciera algo bien, aunque sólo fuese por casualidad. Nunca mejor dicho: el poder tenía mala prensa. Todo poder era abuso, incluso encarnación del mal. Es comprensible, pero no justificable: se apartaban a marchas forzadas del poder porque nadie había contribuido tanto como los intelectuales -más que los políticos- a legitimar el sistema soviético y el nazismo.

Algo ha acontecido en la historia para que entendamos ahora que el poder sirve para hacer cosas buenas y cosas malas, corrompe y construye. Aun a riesgo de caer en una paradoja romántica: el poder somos todos, si entendemos que existe una cierta noción del bien común, incluso sin ir más allá de la sugerencia de que los vicios privados constituyen las virtudes públicas. Por eso resulta un residuo de adolescencia política limitar el papel del intelectual a la crítica del poder, olvidando que su otra función fue, es y será la legitimación del poder. Hubo una legitimación intelectual para diseñar el Estado del bienestar, como hoy la hay para defender el minimalismo del Estado. Debería haberla para el Estado de los autonomías.

No creo que abogar por una cierta fumigación gestual de la bohemia literaria suene a genocidio, ni que pedir intelectuales libres dispuestos a pensar el mundo se asemeje a un atentado contra la integridad de la literatura. Al fin y al cabo, la desaparición de los reyes filósofos y de los Estados ideales obliga a buscar nuevos territorios para la acción intelectual. A lo mejor tenemos la suerte de que Internet acabe con la bohemia y que los nuevos intelectuales acudan a la fascinación de la complejidad.

Valentí Puig es escritor

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