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Tribuna
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Luis, el francés de Tarifa

Hay en el Parque de los Príncipes de París varias marcas que el tiempo empieza a borrar. Una es la huella de Raymond Kopacewski, alias Kopa y El Napoleón del fútbol, un minero francopolaco de pequeña estatura y regate seco cuya aportación consistió en demostrar que el camino más corto entre dos puntos no es la línea recta. (Cuando se supo en Europa que Pelé había nacido en el Estado brasileño de Minas Gerais alguien dijo que, por alguna desconocida razón, el mejor fútbol del mundo siempre procedía del subsuelo y, por tanto, tenía un origen minero; en todo caso, debería ser interpretado por gente capaz de meterse en profundidades.) Otra es la huella de Michel Platini, el capitán de la selección francesa que ganó la Eurocopa del año 84. Sin embargo, esta vez se trata de un rastro confuso; aunque Platini hizo el papel de símbolo y firmó personalmente aquel maldito gol a Luis Arconada, la victoria fue un honor compartido con sus compañeros Giresse, Six, Lacombe, Tigana o Amorós. Y, sobre todo, con Luis Fernández, el francés de Tarifa Si la historia se escribe con rigor, Platini representará el talento, pero el espíritu de aquella promoción fue Luis. Para confirmarlo basta recordarle en su falsa fragilidad: a primera vista era un tipo desvencijado que parecía salir de un taller de desguace. Tenía las caderas excesivamente separadas para ser un atleta, y no había conseguido marcar ni un solo músculo; carecía por igual de muslos, de bíceps y de pectorales. Al menos, sus canillas le daban un aire inconfundible: cuando corría, los huesos le bailaban sobre las articulaciones en un puro desajuste, así que amenazaba con desmontarse en plena carrera, como un autómata sin terminar. Era, en pocas palabras, la versión afrancesada de Rafa Gordillo.No parecía que un futbolista de primera fila pudiera sacar mucho provecho de semejante figura, pero Luis llegó a convertirla en una herramienta de precisión. Con ella era capaz de devolverle las patadas a Ricardo Gallego, o de buscar el mejor perfil para el disparo, o de meterle un caño al portero si se terciaba la ocasión. Fue, en síntesis, uno de esos deportistas providenciales que siempre asoman en las situaciones extremas. Otros vivían de su buena presencia; él vivía de su coraje. Su secreto era simple: a falta de musculatura, él tenía un carácter.

Es muy sencillo reconocerle ahora al frente del Athletic de Bilbao. Recibió de Stepanovic un equipo anestesiado del que sólo era reconocible la camiseta, y ya lo ha convertido en una jaula de fieras. Gracias a él, los corderos han vuelto a ser leones.

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