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Vigilando al cazador

La caída de la hoja, que siempre me inspiró diarios, cartas, versos, ahora me preocupa. Paseo por entre la bruma, la lluvia, las hojas, y no logro dejarme ir a la melancolía de un anuncio de jerseys shetland sin que se me imponga la doble imagen de mi amigo Venancio: de lunes a jueves elegante caballero calzado de ante y escoltado por delicadas chicas-pincel con acento nasal, y de viernes a domingo, en temporada, incansable rastreador de osos, pájaros, venados y cualquier cosa que se agite al otro extremo de su escopeta Sarasqueta con la culata esculpida por Ramiro, el artesano de León, siempre y cuando la pieza se lo ponga más o menos difícil: sólo así es deporte. Descontado el ante y las chicas-pincel ¿qué es lo que distingue a Venancio del millón de escopetas que hay en España?

Pues lo que lo distingue es que en las últimas temporadas Venancio ha llegado al lunes con inquietantes indicios de que estaba mezclando las cosas. Alcanzaba la cima de una roca y se quedaba mirando a una cabra merendando con la sonrisa servil con que recibe a sus clientes, sin recordar que ya había pagado un pastón por una licencia de oro para matarla. llegaba el lunes con el paso sigiloso del cazador a su despacho del edificio Windsor -amplias vistas de cristal sobre el desolado Manhattan madrileño- y toda la mañana miraba a sus secretarias con un ojo negro que no tenía nada que ver con la lujuria sino, de toda evidencia, con el deseo, la compulsión, la orden casi ineludible de apretar el gatillo ante algo gracioso y bello que se mueva a cierta distancia.

Así me lo dijo Julia, su secretaria, que sabiendo que soy su único amigo ajeno a la caza me citó hace ya dos años en la cafetería Oliveri: "Nunca había vuelto así", me dijo. "Antes llegaba los lunes de otoño de muy buen humor, descansado, lleno de energía y con ganas de comerse el mundo. Ahora" -y aquí se asomó a sus ojos una nube de incomprensión y temor- "ahora los lunes parece como si aún estuviese rastreando una pieza. Lleva la mandíbula cuadrada y se diría que quiere comerse el mundo con vino tinto peleón". Y parecía en efecto que Julia le podía durar a Venancio lo que un ala de pollo. "Ayer" -reveló- "le ví a través de la puerta en el espejo del aseo de hombres de la oficina. Se había quitado la chaqueta y se lavaba las manos." La miré severamente, esperando que no fuese a caer en un chisme barato dé oficina. "Por cinturón llevaba una canana de balas". Me dejó boquiabierto aunque escéptico. "En serio" me dijo: "una canana".

Y debía de ser cierto porque en los días, semanas que siguieron, observé inquietantes indicios. Una noche que salimos las dos parejas a cenar hubo un malentendido con el maître y en cierto momento él cortó por lo sano y le dijo: "Si quiere lo arreglamos de otra forma", mirándole a los ojos. De inmediato nos dieron una buena mesa, pero no era eso. Unas noches después, en la despedida de soltero de Manolo, le pillé mirando a las chicas de la sala Windsor de un modo distinto a como las veíamos nosotros. No miraba lo mismo. De hecho en cierto momento estiró un brazo, apuntó con el índice y el pulgar... y disparó.

En primavera pareció tranquilizarse y en verano estaba tan previsible como los demás. De modo que el año pasado acepté ir un día con ellos a una montería de jabalíes. Amanecía ya cuando escapé de mi puesto y me escondí detrás del suyo. Quería vigilar al cazador. Y en efecto, pasado un tiempo que me pareció el primer año de una deuda, apareció el jabalí. Era la primera vez que yo veía uno entero y, pese a que gruñía y hocicaba exhibiendo colmillo, me pareció un ser más bien inocente y entrañable.

Tal como me temía, nada más verlo Venancio escondió la escopeta, se puso la sonrisa de los clientes intermedios y se dirigió hacia el jabalí. Después de un breve encuentro en el que no tuvo la menor oportunidad, el jabalí se encontró propietario de un piso en Capitán Haya que Venancio no había podido colocarle a nadie, y atado a una hipoteca de 15 años al 10% que me pregunto cómo va a hacer para pagar, ahí perdido, el pobre, en la tundra.

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