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Tenorio

Fue el rey de las tablas desde su estreno, en Madrid. el mes de marzo de 1844. Una semana antes de la fecha en que se conmemoraron los Fieles Difuntos, no aparece su nombre, ni se anuncia, ni se le espera, con certeza, en ninguna de las 44 salas teatrales de la capital. Los coliseos comerciales, nacionales, municipales y comunitarios, salvo decisiones de última hora, descartan la representación del drama religioso-fantástico Don Juan Tenorio, de José Zorrilla. Apenas hace un cuarto de siglo, era aún la obra de repertorio que interrumpía el programa de todas las compañías de cómicos. Actores y actrices conocieron el texto de memoria; las Brígidas y abadesas fueron un día doña Inés del alma mía, en edad joven, y el comendador de Calatrava Marco Ciutti, el criado; Butarelli, el posadero, el capitán Centellas, ciñeron las espadas de don Luis Mejía y del mismísimo Tenorio. Cualquier ciudadano español de sexo masculino estaba plenamente capacitado para declamar, al oído de cualquier desprevenida muchacha, los turbadores octosílabos: "¿No es verdad, ángel de amor...?".Ya no es pieza de obligada representación sino plausible esfuerzo de buenos aficionados en Alcalá de Henares.¿Por qué la exclusión de las carteleras ahora que se reponen griegos, románticos y clásicos de todo jaez? De Shakespeare hasta Arniches ¿él arco es amplio, pero no parece caber esta acreditada función. Veinte actores son quizá mucha nómina para alzar el telón. Sin embargo, nuestra memoria, que pertenece a la extensa población envejecida, saborearía, sin duda, los ripios de esta pieza, la de mayor calado en nuestra historia dramática. Noviembre se entretenía con los huesos de santo, el Tenorio y, a mediados, la apertura de los reales montes de El Pardo, para que los madrileños recogieran las bellotas el día de san Eugenio.A Zorrilla debemos la universalidad de ése apellidó de origen siciliano y el castizo don Juan que ha prevalecido. Parece ser que el primero conocido fue un Alfonso Tenorio, hombre de armas, casado con la noble romana Julia Borghese, a finales del siglo XIII. Su hijo estableció la residencia en Sevilla, y el nieto, Jofre Tenorio, llega al almirantazgo de Castilla en pública enemistad con las familias Ulloa y Mejía, que nutren el reparto de la obra. La espada dispuesta, la bolsa pródiga, la pasión urgente y pasajera, configuran el prototipo heroico en aquel fugaz imperio. De tal estirpe y tórrido comienzo nace un Pedro Tenorio, "de rota conducta y sacrílegos atropellos", del que toman modelo Tirso, Zorrilla y los demás. Es casi la contrafigura de la santurrona Inquisición, el diablo suelto que se burla de una sociedad contranatural.

Es el mito más moderno del que disponemos, tan emblemático como don Quijote, Fausto y Romeo, renacido y cincelado en Goldoni, bocetado en los cuentos de Hoffman, entre las musas de Moliére, Byron y Dumas, hasta alcanzar, en un mediocre poeta de Valladolid, el retrato mejor perfilado de todos, éste que ya no se representa. Descrito, cantado y execrado en verso y en prosa, se columpia la leyenda sobre los pentagramas de Mozart, Gluck, Strauss. La misma mujer -o parecida- tiene distintos nombres: Ana, Julia, Elvira, Laura, hasta llegar a la nuestra, esa Agnes, Inés que, a la postre, es la que rescata el alma del burlador del mismísimo confín de los infiernos.

Permanece don Juan entre nosotros como una réplica comprensible y doméstica de Mefistófeles y todos -muchos, yo entre ellos- hubiéramos querido tener en la familia un don Juan, que valiera dos, por lo menos: cínico, valiente, rumboso, pendenciero y jugador, un Juan Charrasqueado de tiempos del emperador. Tenorio habría alcanzado un puesto cimero en el Guinness de los récords y en las páginas del Hola, y eso que, al llegar su final, sólo contaba 30 años. En un ejercicio normal, debidamente documentado, y por él mantenido, ¡32 hombres muertos y 72 damas pasadas por la piedra! No le importa perder la herencia, porque derrocha y gana fortunas con los dados, que debieron ser el bonoloto del Siglo de Oro. Nos vemos privados de este pecador, rescatado por el fantasma de doña Inés, como si fuera el Séptimo de Caballería y, en lugar de imaginar el perfumado y cómplice Guadalquivir, la alternativa es cruzar el Misisipí de madrugada. Salimos perdiendo.

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