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Democracia y judicialismo

La corrupción ha dejado secuelas muy profundas en nuestra vida pública. Demasiado profundas como para que quedaran borradas por un limitado cambio de mayorías parlamentarias y por la simple alternancia en el Gobierno. La corrupción ha generado desconfianza, distanciamiento del ciudadano de la política, no ya entendida como contienda entre partidos, sino incluso como organización de la vida colectiva, y ha producido en muchos un claro desapego del sistema democrático. De esta manera ha creado el caldo de cultivo de la crispación y el envilecimiento del debate político. Y este clima ha propiciado un repliegue psicológico de políticos y administradores, antes muchos de ellos subidos al carro de la arrogancia y la prepotencia y hoy, hasta los más honestos y seguros de sí mismos, situados a la defensiva y temerosos de que cualquier decisión que contraríe a ciertos poderes fácticos convierta pecadillos de antaño en monstruosas vilezas.Pero, como la política no se extingue -por más que algunos lo simulen, lo que esta tensión acaba provocando es un cambio de actores o, mejor dicho, de directores de escena, desplazando el centro de gravedad del poder hacia quienes se benefician de la cómoda situación de poderes "irresponsables" ante la ciudadanía: grandes y a veces oscuros grupos económicos,. medios de comunicación influyentes y poco escrupulosos e inclusive, por desgracia, algunos jueces (y fiscales) justicieros, protagonistas, incontinentes.

A la actitud de estos últimos quiero referirme, al hilo de recientes acontecimientos. Pero no con ánimo de personalizar, porque no creo que la cuestión haya de ventilarse entre la admiración que pueden suscitar las iniciativas de algunos jueces-estrella y la crítica de sus excesos de celo o de supuestas y poco claras motivaciones subjetivas. Lo que me parece de mayor calado y, desde luego, preocupante es que les anima una idea del Estado de derecho a mi juicio distorsionada, que, no obstante, cuenta con el correspondiente apoyo teórico y que ha alcanzado un cierto grado de difusión y aceptación en medios jurídicos.

Los acontecimientos de los últimos años han demostrado sobradamente lo erróneo de aquella proclama que quiso relegar las ideas de Montesquieu a la condición de mera reliquia. Nadie se atrevería hoy a sostener una tesis semejante, no obstante lo cual hay, y probablemente seguirá habiendo, siempre políticos y administradores dispuestos a saltarse la ley a la torera cuando conviene a sus intereses -o a los de sus electores, pero este matiz es irrelevante- Por eso no es inoportuno reafirmar que el mero origen democrático de un gobernante, aunque sea reiteradamente elegido, no le confiere patente de corso para infringir la ley; que es preciso garantizar la vigencia efectiva de la legalidad y que, en consecuencia, debe perfeccionarse el sistema de controles jurídicos sobre las decisiones de los Gobiernos y administraciones públicas. Empezando por el control judicial, si bien éste no es el único existente y necesario. Bueno es que se refuerce, aquí y ahora, la idea del Estado de derecho.

Pero, como en un movimiento de péndulo, hoy parece que nuestro "Estado social y democrático de derecho" hubiera de quedar reducido a la última de sus características definitorias, siendo ya accesorio el adjetivo "democrático" y -para qué hablar- el calificativo de "social". Incluso hay quien entiende que, más que en un Estado de derecho, vivimos en una es pecie de "Estado de justicia", cuyo oráculo sería el juez ordinario. Paradójicamente, a esta conclusión se llega recordando que la democracia se manifiesta en la ley, como producto de la voluntad popular encarnada en el Parlamento, y que sólo su cumplimiento legitima democráticamente la actuación del poder ejecutivo. Sin embargo, cuando toca recordar que también el juez está sometido únicamente al imperio de la ley, se considera, en una pirueta dialéctica, que lo que la Constitución proclama no es en realidad el imperio de la ley, sino el imperio de la justicia". Y no de una idea abstracta o etérea de justicia, sino de la justicia que emana del juez, de cada juez, en el ejercicio de su (prácticamente ilimitada) independencia.

Identificada así la idea de democracia con la "justicia judicial", el juez parece adquirir una legitimación democrática superior a la de los políticos electos, al fin y al cabo representantes de un sistema corrupto, opaco y partidocrático. Por eso se dice que el juez debe tener siempre la última palabra, tambien en aquellas cuestiones que la ley deja en manos del Gobierno de la Administración, pues siempre será posible contrastar las decisiones del Ejecutivo, si no con la letra de la ley o con principios jurídicos de contenido preciso, sí al menos con la idea subjetiva de justicia o de su contrario -la arbitrariedad- que el juzgador (libremente) mantenga.

Es verdad que la función de juzgar no es una tarea de aplicación mecánica de las leyes. Es verdad que el juez debe interpretar las leyes conforme a valores de justicia y también de libertad e igualdad (sin olvidar el valor del pluralismo político) y que al hacerlo desempeña una función creativa. Es verdad que la ley puede ser injusta o que puede coartar injustificadamente (aunque no todo límite es injustificado) las posibilidades de una investigación judicial o el control jurídico del Ejecutivo. Pero para remediar este último problema la Constitución no permite que los jueces inapliquen las leyes, sino que les ordena cuestionar la validez de la ley ante el Tribunal Constitucional, único órgano que puede decidir al respecto.

Sin embargo, no falta quien ahora desliza una crítica más o menos velada del propio Tribunal Constitucional, pues el criterio de designación de sus miembros (ya se sabe, las cuotas de partido... ) le haría en cierto modo partícipe de los males de aquel tipo de democracia tan denostada. De donde se sigue que el juez ordinario estaría directamente legitimado para realizar no ya la interpretación que le parezca correcta de cada ley, sino también la de todo el ordenamiento jurídico, buscando en él los resquicios que puedan permitirle resolver según su propia idea de justicia; incluso convirtiendo artificialmente conceptos legales abstractos, como las exigencias de la seguridad nacional o del interés público (que a los Gobiernos corresponde valorar, pues en eso consiste gobernar) en mandatos precisos que el juez mismo puede definir en detalle.

En contra de las apariencias, la aceptación de este ideario radical -que, en mi opinión, la mayoría de los jueces no comparte- no sólo puede llevar al esperpento (como demuestra el enredo de los secretos oficiales) o a la más completa inseguridad jurídica (por ejemplo, cuando un juez considera delito una cosa y otro juez podría considerar delito la contraria; que se lo digan a algunos diputados). La exaltación del juez que se propugna replantea a ojos de muchos ciudadanos la cuestión de quién controla a los controladores y, como es fácil colegir, en última instancia lleva en germen un peligro para la democracia misma, porque la vacía de su sustancia política. Dicho de otra manera, porque reduce la política a derecho, que sería más bien cosa -cómo no- para los especialistas.

El papel del juez en una sociedad democrática es muy importante y los poderes que la sociedad ha depositado en sus manos enormes. Por eso es necesario que los utilice con prudencia y con rigor jurídico. Pues revitalizar nuestra dañada democracia no pasa, a mi modo de ver, por una nueva alteración del equilibrio de poderes, de signo contrario a la anterior -¡qué diría Montesquieu!-. Pasa más bien por respetar las reglas del juego, por acabar con el monopolio de aparatos, burocracias y poderes autónomos; en definitiva, por aproximar las instituciones a los ciudadanos, teóricamente titulares de la soberanía. Pasa por recuperar todos los valores del Estado social y democrático de derecho y no por ninguna ruptura, proclamada o encubierta, del modelo constitucional.

Miguel Sánchez Morón es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Alcalá.

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