El problema Le Pen
LAS FUERZAS moderadas y democráticas francesas lo han intentado casi todo en la última década para frenar el ascenso de Jean-Marie Le Pen. Desde el des pectivo silencio general tras cada una de las periódicas provocaciones verbales del líder ultraderechista hasta la indignada satanización del Frente Nacional; desde el apoyo más o menos abierto a movimientos de lucha contra el racismo y la xenofobia hasta la adopción más o menos tácita, más o menos vergonzante, de las tesis lepenistas sobre la existencia de un exceso de inmigrantes en Francia; desde la modificación de la ley electoral para permitir al Frente Nacional una cierta presencia parlamentaria hasta el regreso al sistema mayoritario para impedírsela.Todo. ello ha sido en vano, ya que Francia asiste ahora atónita al hecho de que Le Pen se ha convertido en el principal protagonista de la rentrée política. Sus declaraciones sobre las "profundas diferencias entre los hombres y los grupos de hombres" -lo que a "título individual" califica sin ambages de "desigualdad racial"-, su voluntad de tener alguna presencia en los actos de la reciente visita papal, su capitalización del asesinato en Marsella de un adolescente francés a manos de otro de padres inmigrados, su buen resultado en una elección cantonal en Tolón y la masiva asistencia a la fiesta de su partido, hacen que políticos, periodistas y sociólogos de la derecha y la izquierda consagren este otoño no pocos esfuerzos intelectuales a discutir sobre si sería o no útil ilegalizar al Frente Nacional, sobre cómo reforzar la legislación antirracista para que no queden impunes las declaraciones de Le Pen, o también sobre cómo impermeabilizar las fronteras francesas y expulsar a los inmigrantes ilegales sin demasiado daño para los derechos humanos y la tradición de asilo.
Lo cierto es que cada nueva contienda electoral demuestra que el Frente Nacional no sólo cuenta con un firmísimo enraizamiento popular -más del 10% de los votantes le son de una fidelidad a toda prueba, y ese porcentaje es muy superior en lugares como el antiguo cinturón rojo de París o ciudades meridionales como Tolón y Marsella-, sino que, a su ritmo actual de crecimiento, no es inimaginable pensar que pueda terminar representando a casi uno de cada cinco franceses. Peor todavía, cada nueva encuesta de opinión refleja que un número creciente de ciudadanos -el 51%, según un reciente sondeo- dice sentirse "próximo" a "algunas ideas" de esa formación.
Este es el resultado de la hábil combinación que practica Le Pen de respetabilidad y paulatina destilación de su mensaje ultraderechista. Todo ello en medio de un fenómeno acuñado ya como el mal francés, en el que se entremezclan el desprestigio de la política, la mala situación económica y el paro, la incapacidad para asimilar nuevas olas de inmigración, el temor a la disolución del Estado jacobino ante la doble presión de la integración europea y la regionalización, el desequilibrio de talla con la Alemania reunificada, la crisis de la cultura francesa, la mundialización o el decaimiento de asideros tradicionales como la familia, la religión o el sindicato. Sobre ese magma siembra y cosecha un Le Pen que ha sabido poner al día la vieja y sólida tradición francesa de extrema derecha.
Nadie ha encontrado la receta mágica para frenar a Le Pen. Pero tampoco para solucionar algunos de los problemas que originan el apoyo a Le Pen, como los derivados de la inmigración, aunque sea sólo un indicador de un desaliento y una zozobra más complejos y profundos. Pues sólo abordando de frente los problemas que tiene Francia podrán los franceses resolver el problema Le Pen.
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