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El ultimo tranvía

La vida corre sobre las ligeras alas del tiempo", escribía Cervantes, que tanto trato tuvo con esa humana dimensión de la que no se escapa nadie. Aunque a cada cual le deje muy personal y diferente huella, y el paso de las horas muy distinto sabor.Al igual que la naturaleza cambia su gesto y su promesa con las estaciones del año, en los pueblos y en los individuos cambian el proyecto y la esperanza, de las épocas de plenitud a las de decadencia, de la juventud a la edad provecta. Pero hay una edad en el penúltimo peldaño de la vida en que muchas personas sienten capaces de hacer algo todavía, aunque las tinieblas -comiencen a ocultar el horizonte: es la hora del crepúsculo, la hora del lubricán en la que sólo la experiencia vivida permite distinguir al lobo del can: un tiempo libre a la vez que escaso, que no hay que perder, para realizar muchas de las cosas que no pudieron -o no podían- hacerse en los años entusiastas e ingenuos de la juventud, ni en los azacanados de la madurez.

En el orden colectivo son épocas -vísperas de lo nuevo- en las que sus contemporáneos tienen la sensación de que aquel mundo va a desaparecer -no necesariamente por cambios trágicos y, revolucionarios- convencidos de que los valores que armaban la comunidad y que ellos abrazaban iban a perder fragancia y sentido.

En esas últimas horas de ese mundo que había sido y ya empezaba a dejar de ser, aquella sociedad en declinación guardaba, sin embargo, encanto para sus habitantes aunque tuvieran la certidumbre de su fin inevitable. Lo cual daba a las gentes que lo habían vívido, las que por su edad ya no ejercían el mando pero aún no habían alcanzado la vejez, una pálida ilusión junto a una cierta melancolía. Como esas horas del otoño cuando va menguando la tarde, y las hojas de los árboles se encienden con los rayos postreros de un sol horizontal. Quizá algunos estén conformes con Cocteau en que "esa decadencia es el gran minuto en que la civilización se hace exquisita".

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"Acabo de cumplir sesenta años", escribía Tourgeniev a su amigo Flaubert a fines de 1878, "es el comienzo del rabo de la vida. Un refrán español dice que eso es lo más difícil: el rabo por desollar. Pero yo creo que, al mismo tiempo, es lo que menos satisfacción y resultados brinda". Pero los que tienen la suerte de haber desollado el rabo de sus tribulaciones, quedan exentos para vivir sus últimas alegrías.

Para un intelectual, por ejemplo, es el momento propicio para rematar esa obra que se ha ido decantando poco a poco en su mente, claro ya el sentido de su misión. Y aunque es en la juventud cuando se descubren las grandes verdades -¡en torno a los 26 anos precisaba Ortega!- y, como exhortaba Platón a los jóvenes, "es hermoso y divino el ímpetu ardiente que se lanza a las razones de las cosas... y debes adiestrarte en estos ejercicíos... mientras eres aún joven: de lo contrario, la verdad se te escaparía de las manos" (traducción de Zubirí), es al final de la vida cuando se comprende mejor el alma de nuestros semejantes.

No fue casualidad que Cervantes publicara su Don Quijote cercano a los sesenta años, aunque seguramente imaginara al personaje mucho antes. Sólo podía desarrollarlo un hombre como él, baqueteado por el destino, que conocía fondo, por propia experiencia, a su tierra y a sus paisanos, un hombre que sabía mucho de la maldad y la hipocresía de las gentes. Ejemplo poco frecuente, por cierto, de que una obra genial se escriba cuando su autor va dando la espalda a la vida.

Los amores tardíos surgen muchas veces en esta edad del varón y de la mujer: unos que se dejaron a un lado, abrumados por el trabajo o la circunstancia; otros que se descubren al quedar libre la atención. Son amores las más de las veces tranquilos, gratos, enriquecedores, pero en ocasiones los arrastra una relación sexual apasionada. La literatura los ha descrito en numerosas novelas, desde La femmme de trente ans -que ahora sería la de cincuenta- de Balzac a la de Pío Baroja precisamente titulada Los amores tardíos, una de las mejores obras de este formidable narrador, aunque no fuera personalmente un experto en cuestiones sentimentales.

Una edad que también permite dedicarse a las aficiones que cada uno tenga, con mayor plenitud que en edades más tempranas. Por ejemplo, la música para los melómanos sedientos. O los viajes.

Si la juventud suele ser ególatra, la madurez responsable y acosada, esos años otoñales son los de mayor autenticidad aunque se conserven los complejos de culpa y los pecados de omisión que cada cual pueda tener. La vejez está a las puertas pero no se ha cruzado el umbral. "¿Cuál es el mejor lado de la vejez?", preguntaban a Vittorio Gassman en una reciente entrevista publicada por este periódico. "Créame", contestaba el gran actor italiano, "cuando se es realmente viejo los complejos de culpa ya se han ido. Es más: su desaparición es la verdadera señal de que ha empezado la vejez".

Como ya recordé en otra ocasión, para el olvidado Lecomte de Noüy la vida es un producto constante de dos factores: los años transcurridos y la esperanza de vida. Así, los pocos años vividos darían un gran porvenir y los muchos verían sombrío el horizonte. En definitiva, el vivir de ilusiones y las ilusiones perdidas son los dos tramos de cada vida, su esperanza y su decepción.

Pero en esos años aún tersos de que estamos hablando, antes de que se empiece a recorrer los desvanes de la senectud, cuando se guarda todavía alguna ilusión, yo aconsejaría a sus felices poseedores que no duden en tomar aunque sea el último tranvía hacia su meta, no importa que ésta sea un lugar fuera de temporada lleno de melancolía.

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