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Indiferencia monárquica

Después de las proclamas leídas por el secretario general del Partido Comunista de España, Julio Anguita, el pasado domingo en la Casa de Campo -presagiando la ruptura del consenso constitucional sobre la Monarquía, abogando por el derecho de autodeterminación y propugnando el Estado federal tiene sentido echar un cuarto a espadas a estas cuestiones ya que el elogio sólo tiene sentido cuando se acepta la crítica, según proclama cada día en su frontispicio el diario Le Figaro. Así que, por dificultades o exigencias del guión, el 14 de abril de 1931 saludamos la llegada de la II República, ocasión para unas crónicas magistrales, de Josep Pla, recogidas por Alianza Editorial en Madrid, advenimiento de la República. Entonces José María Gil Robles y su Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) acuñó lo de la indiferencia ante las formas de Gobierno para mayor encono del Abc de Juan Ignacio y de las aguerridas huestes de Acción Española, que lo consideraban nefasto y le cantaban la coplilla: "Democracia cristiana / Bonito mote / Nuevo grupo que intenta / chupar del bote".A los afanes contrarrevolucionarios de estos enardecidos compatriotas dedicó Luis María Anson un libro titulado Acción española, dentro de la Colección de Doctrina Monárquica, en cuya contraportada se resaltaba cómo el autor había sabido "unir a sus cualidades de escritor exacto, de ensayista profundo y de brillante polemista, el estudio intenso del más riguroso historiador y la erudición del investigador científico". Más adelante, ese mismo texto añadía que se trataba de "un libro de doctrina y, a la vez, de historia. La historia objetiva, ahora escrita por primera vez, de aquel fecundo movimiento contrarrevolucionario que fue escuela para los enamorados de la tradición española". Son páginas que enternecen, donde todas las objeciones hayan respuesta contundente. Claro es que corría el mes de septiembre de 1959. Eran momentos de prédica exaltada sobre la superioridad de la Monarquía católica, social y representativa, dentro de un ambiente impregnado por el falangismo chabacano, que había educado a generaciones y generaciones de españoles en la animadversión hacia la Monarquía pese a la declaración de España en Reino después de la derrota del Eje.

Diez años más tarde, don Juan Carlos fue proclamado sucesor de Franco, una condición altamente peligrosa cuando la caducidad del régimen, más allá de la vida de su fundador, era una premisa indiscutida. Pero el Rey, el mismo 22 de noviembre de 1975, descartó encamar una Monarquía a la usanza alauita, quiso ser el adelantado en. la devolución al pueblo de la soberanía y se. convirtió en el motor del cambio. Proyectaban hacer de él la figura decorativa del tinglado de la antigua farsa, una especie de caperuza para el sistema dictatorial precedente; pero don Juan Carlos sólo quiso ser Rey de ciudadanos libres. Ahora, cuando acabamos de celebrar el premio de la Concordia, que la Fundación Príncipe de Asturias ha concedido al presidente Suárez, recordemos que el lema de la concordia presidió el primer mensaje de don Juan Carlos a lo s españoles en el Palacio del Congreso a mediodía del 22 de noviembre de 1975. Se daba cumplimiento a la legalidad formal, pero don Juan Carlos desde ese mismo momento supo que la única manera de ganarse la Corona era jugársela con audacia para llegar a convertirse en el Rey de todos los españoles. Recordemos que el último parte de guerra llevaba la fecha del primero de abril de 1939. A partir de ese día se instauró la victoria militar de unos compatriotas sobre otros compatriotas, también humillados en la derrota, pero la paz que a todos igualaba sólo quedó sellada con la Constitución de 1978.

Ahora Anguita reescribe esta historia de la Monarquía, instrumento de la concordia y el amparo de todos, en términos de onerosas renuncias pata el PCE. Se suma a la banda del chisme y propugna de pasó el derecho de autodeterminación y el federalismo. Se confirma así lo que aprendimos en las lecciones de mecánica racional impartidas por Salvador Velayos acerca del equilibrio estable -al que regresa un cuerpo cuando una fuerza le separa de esa posición-, el equilibrio inestable, que se pierde para siempre con el más pequeño impulso, y el indiferente, característico de una esfera sobre un plano horizontal, que es el que en política hace incontrolables a quienes nada tienen que esperar del favor ni temer de la arbitrariedad.

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