Guardiola y el 'bobby'
Llegó Bobby Robson de Portugal, llamó a Popescu y se lo puso de carabina al pobre Pep Guardiola. Era de esperar: el perfil de estos tácticos de importación suele ser el mismo; llegan precedidos de un trompeteo de fantoches que se hacen llamar directivos, prohíben las batallas con bolas de miga de pan, cambian de lugar el escudo del uniforme, dicen que hay que echarle criadillas a la cuestión, hacen una larga lista de compras y, nueve veces nueve, piden por esa boca un perro de presa; preferiblemente exigen un mastín alemán, berrendo en carnero italiano, para que ladre a la afición desde el centro del campo. No hay que darle más vueltas al asunto: en cuanto nos descuidamos, estos multimillonarios de ventaja aprovechan la ocasión y nos dan perro por liebre.En realidad, ni auguran nada bueno ni aportan nada nuevo. Casi todos se limitan a aplicar un mismo libreto lleno de simplezas. Primero dicen que lo importante es ganar, pero acto seguido invocan la seguridad defensiva, ese eufemismo del miedo, y buscan cualquier excusa para aumentar el tamaño del cerrojo. Por esa vía chatarrera han llenado nuestras vidas de falsos hombres libres, mediocampistas de cierre, volantes-tapón, mediosmatraca y, en fin, decenas de aprendices de salchichero procedentes de la casequería del fútbol.Nuevamente, el pretexto es reforzar el centro del campo o, aún peor, ese tópico infame, que utilizan con tanta desenvoltura tipos que nunca han sido sorprendidos con una pala en la mano, según el cual en un equipo hacen falta obreros. Mire usted, señor Bobby: ponerle un guardia a Guardiola es casi una cacofonía: más o menos equivale a ponerle un alguacil a un ujier. Dicho en otro sentido y si usted lo prefiere, implica meter un saboteador en la familia. Sería como buscarle otro guardaespaldas a Estefanía: en vez de guardarlas, terminaría quedándoselas para siempre.
Si usted pregunta, señor Bobby, algún vecino le dirá que en el mejor Barça de estos últimos años se han reunido el talento y la frescura. Sólo había que colocar las piezas alrededor de este muchacho al que los niños de la Masía llamaban Pep. Desde pequeño tuvo una extraña calidad de clarividente: antes de que le dieran la pelota, siempre sabía a quién entregársela; ahora a Sergi, luego al Chapi, después a Bakero, más tarde a Hristo. Así, pim-pam-pum, aquella bola respiraba el gol.
A veces, señor Bobby, el talento se llamaba Romario o Laudrup o Koeman. En cambio, la frescura, el ritmo y el espíritu tuvieron un solo nombre. Sólo se llamaron Pep Guardiola.
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