LA CASA DE LOS MIL NIÑOS.
Dos días con un centenar de menores recogidos por la Comunidad de Madrid
Desde el colacao a la ternera en su jugo de la cena, desde el primer biberón a la última papilla, 1.500 chavales menores de 18 años pasan el día en una casa enorme, con medio centenar de hermanos y un padre nuevo cada siete horas. Es una de las 26 residencias de la Comunidad para pequeños desamparados. Los menos arrastran la rabia de sus padres en sus cicatrices o su parálisis; otros, los más, han grabado en su aún corta memoria, sin digestión alguna, lo que es un padre alcohólico una madre enferma y abandonada, el mundo una chabola. Una redactora de EL PAÍS ha pasado con ellos dos días enteros en sendas residencias. La Comunidad ha elegido cuáles.
El enemigo te cuida
VIENE DE LA PÁGINA ANTERIORentonces entran en juego la madre Comunidad -encarnada por Esperanza García, la directora del Instituto del Menor y la Familia- sus chicos. Los 18 ojos que ven a los pequeños -el director, el subdirector, el pediatra y seis educadores, por ejemplo, tal y como ocurrió esta semana en una de las residencias- se tiran sus 20 minutos largos debatiendo sobre si el bebé de 15 meses llamado Eric, se acaba de iniciarse en la dura tarea de caminar, progresa o no; se certifica que establece vínculos con quienes le cuidan porque llora cuando el educador se va un momento de la sala. Alguien se preocupa: siempre se despierta de la siesta con sed. Antes hacía un gesto, ahora llora; yo veo que ha perdido" Preguntan si es normal su vietre abultado: sí, dice el pediatra, sigue teniendo su cuerpo de bebé, pero quizá le ocurra algo en el lado y en la vista, quizá; e interviene el director: "No se ha llegado en un año a la verdad sobre el trabajo y la casa de los padres, y si se van a su país o no tal y como dicen. Tienen un tercer hijo [Eric y su hermano mayor, Thomas, viven en la residencia]. Deberíamos reformar a la Comisión de Tutela". El subdirector: ."Lo que está claro es que los padres se han hartado de tomarnos el pelo. Nos dijeron que el padre trabaja en Alicante y les vimos a los pocos días en un carrito de niño -el tercero- en Cuatro Caminos".
-¿Y Andrés? -preguntan, por un bebé de la misma sección. -Ha desaparecido -responde el director-, el fiscal está informado.
-Eso es un secuestro, ¿no?
-Sí.
Las fugas, las desapariciones.En uno de los centros faltaban esta semana cinco chavales: dos de años, uno de 17, otra de 13, arrebatada por su madre y el novio toxicómano, y 1 desaparecido, dado a la mano de su padre.
Uno de estos chicos cuesta algo más de cuatro millones al año: por este dinero se les educa, desayunan, meriendan y cenan sin mantel, con alimentación individualizada si es necesario; son asignados por su edad a grupos que se nombran por colores o números, son media docena de hermanos o ás. Visten ropa de gran almacén, lo más distinta posible, marcada con su nombre y guardada en armarios repletos de pequeños calncillos -o calcetines, o camisetass- cuidadosamente doblados sobre la tapa forrada de una caja zapatos; a veces, el armario tiene la foto y el nombre de su usuario. Duermen su particular sueño en una cama más o menos grande con edredón y peluches, acompañados por otros niños. Los más pequeños disponen del elenco entero de Walt Disney colgado de las paredes. La habitación es desangelada, necesita una mano de pintura, en la residencia de los más mayores. Pero hay cuartos como el de Jim, un fornido adolescente africano de 14 años, a quien no es preciso preguntar qué le gus ta: Michael Jackson y el balonces to americano.
Su hermano Jerry, de 16 años, atesora trofeos en su habitación: es un atleta que suena con el podio. Guapo, cortés, ama las películas de tortazos y quiere que alguien adopte a su hermano. La madre los ha abandonado. Jerry protesta mucho de la paga semanal -500 pesetas-, como los otros mayores. Eso es su dinero, explica el director; luego hay extras que paga la residencia: el transporte, el cine, el Parque de Atracciones...
Y además está todo lo celebrable: el camaval, la fiesta de cumpleaños con tarta, tres regalos en Navidad -uno en Nochebuena, otro en Nochevieja y el de Reyes- En las últimas fiestas el presupuesto fue, en uno de los centros, de 2.000 pesetas para los tres regalos: "Claro, éstos te piden unos patines y a ver cómo te las apañas", contaba un educador. Se estrujaron el cerebelo.El presupuesto llega también para un álbum de fotos en el que se asoma el chaval disfrazado de Caperucita o Superman; cuando le sale el primer diente, al soplar las velas, al cambiar de cuna. Pero casi nunca salen los padres. Se llama El libro de la vida, y si algún día salen, se llevarán bajo el brazo su memoria en una carpeta negra de hojas de colores y las anotaciones que los cuidadores han ido haciendo en su nombre.
Gema , de seis años, se lo ha llevado ya. Ha vuelto con su madre, inmigrante, que ha encontrado trabajo, y una señora que, mientras, le cuidará. Por eso hubo esta semana fiesta por todo lo alto. Además, su hermana Fátima cumple tres años. Con tal motivo una docena de críos se aplica a comer aceitunas, cortezas de cerdo y croquetas, a beber cola barata, o aplaudir a Fátima cuando sopló las velas de la tarta. También abusaron de los pulmones de un pobre señor que dijo sí al primer niño que le pidió que le inflara el globo. Luego siguieron los demás. El hombre, un cuarentón temprano, y su esposa tienen acogida a Elisa la mejor amiga de Gema, desde antes del verano. Elisa, de seis años, les pidió que la llevasen a visitar a sus amigos de la residencia. "Bueno, fue difícil, pero ya ha empezado a decir rnami", explica la mujer con el fondo de los globos estallando. Uno de los tragos es, para todos, la entrevista periódica que los niños en acogida familiar mantienen con sus padres verdaderos. en un lugar neutral.La verdad es que Elisa, la niña acogida, llegó, por la tarde a primera hora sin saber que se celebraba la fiesta de Gema, y se puso a jugar con María y su nueva muñeca como si todos estos meses de ausencia no hubieran existido, pero no paró de preguntar que cuándo volvían sus padres. Al final de la fiesta, la niña, feliz, no quería marcharse. Tampoco que sus tutores se fueran: "Dormís en el banco ése, ¿vale?", les agarraba del brazo. "No, no, que eso es muy duro, cariño, vámonos a casa". Y Elisa, hija de dos drogadictos sin recuperar, se marchó, con el corazón un poco dividido entre sus padres accidentales y su puñado de hermanos y enemigos.
Porque en lugares así pueden convivir apaciblemente -las dos cosiendo cojínes- una provecta educadora y una adolescente de ombligo perforado, loca por el reggae hija de un alcohólico y fugada en alguna ocasión.O como en el piso de arriba, donde asoma un ejemplo de lo que no figura en los presupuestos: ese afecto que surge entre el enemigo -el educador- y el chaval. Beatriz, de cinco años, es una sombra oscura, alta, que se bambolea, tropieza, parece que se va a caer. Babea y llama a su tía Ya, una educadora de las que llevan más de 30 anos con los niños. La mujer recibió, un día de fiesta de hace más de dos años, aquello: en realidad, no era un ser humano, paralizada, prácticamente ciega, con un agujero en la cabeza. La llamaban la pequeña gorila. Y ella, la tía Ya, no quiso que se la llevasen de su lado. Hoy, aquel ser anda, entiende e incluso la nombra.
Un juez investiga aún quién tuvo la culpa de aquella carnicería cometida con Beatriz. Luego llegaron dos hermanos más, Beth, de cuatro años, y Alvaro, de dos, llenos de cicatrices y quemaduras. La última, Jenny, vino directamente desde el hospital; por eso, dicen, no tiene marcas. "Nadie ha visto a los padres maltratarlos", explica el director del centro, "parece que iban a médicos privados para que el diagnóstico de malos tratos no apareciese en el informe. El juez está muy preocupado e incluso ha venido el fiscal a hablar con ellos, pero los niños no dicen nada". Cuentan que una vez llegó el padre, lleno de oro, y exigió que le bajaran a Beth. Acercó su boca a la oreja de la niña y algo le susurró. Ella se quedó sentadita en el banco, completamente paralizada.Todos los nombres son supuestos. Se han obviado algunos datos y tampoco se identifican las residencias, para proteger la intimidad de niños y jóvenes.
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