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Reportaje:

La ciudad en sus tripas

Un día entero dentro de un vagón de la línea 5 del metro de Madrid, ida y vuelta 12 veces entre Aluche y Canillejas

Ana Alfageme

El metro refleja la ciudad como un espejo subterráneo que entremezcla los personajes de cada barrio que cruza. Un solo vagón alberga somnolientos madrugadores del primer sol, ejecutivos de aspecto neoyorquino, adolescentes guerreros y trasnochadores enamorados. Unos leen el diario deportivo, otros repasan libros insólitos o se pierden en un novelón, alguno analiza los datos de la Bolsa y el resto mira al vacío, conversa o inicia un beso. Una redactora de EL PAÍS pasó un día entero en un vagón dé la línea 5, desde las seis de la mañana hasta la una y media de la madrugada: 24 viajes, 12 veces ida y vuelta, 421 kilómetros y 1.400 personas con las que intercambiar la mirada.

La jornada, que no el día, comienza con los Cuentos de Eva Luna entre las manos de, un empleado de banca de 39 años llamado Pedro. El libro de Isabel Allende emprende su viaje en Aluche, abierto sobre un regazo en un vagón del metro de la línea verde, la que corta Madrid de suroeste a noreste con 26 estaciones entre Aluche y Canillejas. Es miércoles 4 de septiembre y la luna, la auténtica, parece un gajo en la oscuridad a, las seis de la mañana, la hora en que 1.076 vagones comienzan a moverse por los 121 kilómetros de las tripas de Madrid. Hasta dentro de 19 horas y media, cuando regrese la madrugada.Al lado de Eva Luna y su dueño, que habrá dejado a su hijo y a su esposa en su piso de Empalme, al lado de ese hombre que gasta gafas redondas, canas en la coronilla y americana azul marino de botón dorado, se sienta un joven muy joven -y sin embargo trajeado- que dormita ya sobre su corbata cuajada de relojes.

Cuatro libros, dos periódicos y dos cabezas -casi adolescentes- enmarcadas por cascos salpican el vagón R-2693, aparte de una mujer rubia dormida al fondo. Son las siete en punto y el gusano de seis vagones, el convoy número 6, se entierra en el subsuelo rumbo a Carabanchel. En uno de sus 24 asientos, un hombre con gafas de sol se revuelve, inquieto; otro mayor, con traje, se enfrasca en leer La escena española en el siglo XIX, unas páginas con vitola de libro de texto; y lo hace como castigado, cara a la pared o, mejor dicho, cara a una de la ocho puertas del vagón.

Otro hombre lee un periódico, atrasado, el del domingo: Joaquín, un ingeniero de 58 años que viaja a diario desde La Latina hasta Núñez de Balboa. Se excusa: "Trae demasiadas cosas interesantes, y la verdad es que me alcanza hasta la mitad de la semana

Pedro, el de Eva Luna, ha bajado en Alonso Martínez, rumbo a su banco en la Castellana. A las 15. 10 volverá al mismo tren, con el mismo libro, con la cara cansada, con prisa y sin chaqueta. "Otra vez aquí, no ha ido mal el día". Las puertas, siempre implacables, del vagón, se lo tragan. Es hora punta y el andén de Alonso Martínez es capaz de rellenarse en apenas dos minutos-, que es el tiempo que tarda en llegar cada convoy. Van y vienen hombres en ternos ya un poco arrugados, rostros aún morenos del veraneo en la costa y mujeres subidas al tacón de su trabajo.

Qué lejos queda aquel hombre vencido de las siete de la mañana, el de las gafas de sol, repantingado en el asiento marrón adornado con pintadas. Lanza bocanadas de alcohol: "A estas' horas, que trabajen otros, yo vengo de juerga, de Móstoles, donde me ha dejado mi tío y aquí estoy; tengo mi propio negocio, así que ahora, a dormir..." Desaparece en Pueblo Nuevo.

Unos minutos más del periplo -que no es el primero, para este vagón- y el altavoz anuncia en Canillejas a las 7.50: "Final de línea". Habla sólo para la chica rubia, la del fondo. Abre los ojos sobresaltada, se levanta y sale. Sin el metro, sin sus 130 pesetas, billete sencillo, aquélla mujer -la polaca, la que apenas habla castellano- no habría añadido 50 minutos más de sueño -el trayecto entero entre Aluche y Canillejas- a su madrugón diario, al que le saca de la cama en Móstoles a las seis menos cuarto y la encierra en un cercanías hasta la cabecera del metro. Su destino queda lejos aún: Barajas.

Sin el suburbano, miles de libros de Stephen King, de Bryce Echenique, de Pérez Reverte, se quedarían sin leer. Incluso algún tratado de Economía o cursos de francés editados hace cincuenta años. Los libros que viajan en el metro son muchos, pero casi todos se ocultan, se forran con papel de periódico o de, envolver, señalan sus páginas con el billete usado, y suelen acompañar a una mujer. Eso se ve y eso lo dice Vera, una auténtica profesional de la línea 5, por la que ha transcurrido buena parte de sus 26 años de vida: "Hace cinco años, leían 10. Había tres o cuatro Marcas o Ases; y el resto, todas las señoras agarradas al Pronto. Ahora la gente lleva periódicos serios y novelas. Eso me alegra, porque las que más leemos somos las mujeres". Vera se ha sentado en una- esquina- del vagón en Ciudad Lineal y es la única con ganas de pegar la hebra. Abandona gustosa su libro sin forrar: Te trataré como a una reina, de Rosa Montero. Es que lo ha leído tres veces.

Sacudiendo la corta melena rizada, Vera acomete su larga perorata: "Yo es que vivo en el metro; incluso cuando tenía coche, cada vez que lo cogía me daba un golpe; si quedo con mis amigas -porque quedo con ellas dos veces por semana aunque tenga no vio-, Cojo el metro y eso que vivona estación. La verdad es que esta línea no me gusta nada, es ruidosa" (ella habla a gritos, por los vagones de la cinco, los más viejos de la red, se cuela el estrépito que agiganta el túnel),. "la cinco empieza en un barrio-barrio, pasa por todo el centro, recoge toda la escoria, además de la que lleva puesta y llega a otro barrio que no veas..."

Esta filósofa del suburbano viste camisa amarilla, falda larga floreada y grandes botas. No sólo charla sobre el metro, describe su infancia, hacinada en dos habitaciones de Carabanchel con cinco hermanos; su primer trabajo a los 13 años, sus pinitos como empleada de telemercadotecnia, cuando nadie sabía lo que era eso; los dos meses que lleva en paro -ha sido secretaria cinco años- y que la han devuelto a casa de los padres: un maestro albañil y una portera ya jubilados. Habla también sobre Guerra y Paz, el último libro que se ha tragado en el metro: "Yo siempre leo novela histórica, claro, viajando en esta línea..." Se encoge de hombros y echa una ojeada irónica al decrépito horizonte de metal color rojo que tiene enfrente.

Y de libros va un nuevo regreso a Aluche, la única estación de toda la línea que despereza la retina de los viajeros por estar al aire libre, levantada sobre el tráfico, los bloques y el centro comercial. Cuando el convoy frenó, iluminado por la luz amarillenta del ocaso, una mujer, morena, bien maquillada, leyó la última línea de un libro de terror... que resultó terminar como un cuento.Pili, que así se llama la protagonista, esbozó una sonrisa, se levantó y salió con Los ojos del dragón, de Stephen King, bajo el brazo. Le había mantenido con el corazón en un puño, perfectamente viva, las últimas 18 estaciones, desde que dejara el centro de belleza donde trabaja, allá por El Carmen y se subiese a su libro. Son estas horas -el reloj marca las 20.30- las de las bolsas de plástico: llegan por puñados los compradores a las terminales, acariciando sus paquetitos. Algunos han sido abiertos en el convoy y sus contenidos, sobados tras tanto esfuerzo. Carolina -15 años, botas de plataforma, melena lacia- aferraba su, compacto de funky con saña. Desde San Fernando de Henares al centro por su amor al baile y a Backstreet boys en este caso.

Un día en un vagón de metro termina con la memoria repleta de muestras, de ese puñado de pinchazos, nada más, en el magma de la carne, tomadas a destajo en el trajín de los millares de pies que salen y entran de un solo vagón: a cada habitáculo de éstos le corresponden 1.400 viajeros al día.

La jornada concluye con la sensación de que la aurora pertenece a los curritos agarrados a su bolsa de deporte, la del bocadillo y la bebida los oficinistas de traje, algún ejecutivo que renegó del coche y también al último juerguista; las mañanas y las tardes son de los niños, los desempleados con vocación de dejar de serlo y los compradores; las noches, de los amantes esforzados y los vividores. Lo que estremece es pensar que hay mil vagones más en movimiento y que este vaivén de seres humanos se hace tan anárquico como revuelto estaba el miércoles: sol, viento, lluvia.

Sin el metro, sin sus 164 estaciones, no pervivirían muchas historias de amor. Dan fe los hombres que cruzan Madrid a medianoche tras dejar a láanovia en casa: como Manuel, un chavalote fuerte, de ojos claros, el primero en sentarse, solitario, en el vagón de cola del convoy en Canillejas a las 23.20, un almacenista de 27 años este Manuel, con domicilio en Villaverde y novia en Canillejas desde hace tres años. Como las cosas van tan mal, él sólo se ha tomado 15 días de vacaciones porque hay que comprar el piso y casarse para el ano que viene.

O Tom, que besa apasionado a una chica morena, chiquitita, en el umbral del vagón, en Aluche. Cuando suena el silbato, se queda ensimismado mirando cómo ella desafía la oscuridad de la gran terminal y se pierde por las escaleras. Luego, Tom asienta su larga figura en el plástico duro y se mira los zapatos de rafía. El sueño de Tom, un psicólogo de 40 años, comenzó hace unas semanas en Santander, en un curso de español que él tomaba. Tiene este sueño nombre de mujer española y quizá haya concluido ayer sábado, cuando haya volado a Nueva York con una decisión pendiente, y ella, la científica madrileña, se quede en Aluche. "Me gusta mucho", suspira él, "pero yo vivo con otra persona y tengo que decidir".

Tom se bajará en Opera a las 00.30, a solas con sus pensamientos, claros su atuendo y sus ojos, grises los cabellos, con su aire distinguido de bostoniano, camino al hostal de la Gran Vía.

Otras parejas viven su amor clandestino en el escenario del vagón: dos latinoamericanos de mediana edad, ella con una rosa roja en la mano, él solícito, los' dos rumbo a Aluche al final de la jornada. El confiesa, quedo, que tiene esposa española.

Y existen amantes refrescantes, exhibicionistas. Un hombre alto, de gafas gruesas y su chica morena viajaron de pie, sujetándose el uno al otro en los vaivenes a base de sólidos abrazos. Recorrieron el camino entre Chueca y Núñez de Balboa -cuatro estaciones- a una velocidad de un beso cada cuarto de minuto aproximadamente.

Sin esta telaraña- subterránea invadida de trenes que le recogen a uno al lado de un gigantesco, hospital militar rodeado de bloques de barrio (Carabanchel) y lo depositan en pleno Rastro castizo (La Latina), sin esta máquina de trocar paísajes, que lo mis

mo sirve para ir a los toros (Ventas) que para llorarle al Defensor del Pueblo (Rubén Darío); sin el metro y, concretamente, sin esta línea 5, no cuajarían algunas pasiones, como la de la muchacha que se dedica a hacer cortos y que se ha acercado hasta el centro de la ciudad por la tarde a comprar un aparato -un accesorio, dice para su cámara; y Alberto, de 23 años, no podría ensayar con su grupo, La Noche de la Iguana, en la Alameda de Osuna después de trabajar en un taller de electrónica del barrio de Salamanca."Sí, voy a vivir de la música", dice Alberto, tierno, pestañeando sus hermosos ojos jóvenes y vencidos, pero muy seguro, con el bajo descansando junto a él mientras el tren enfila el suroeste. Su padre acaba de echarle de casa -"nunca nos entendimos", dice- y anda refugiado con un hermano, en Pacífico.

El metro no es clasista, lo mismo te lleva a tu primer trabajo (Jesús, 25 años, un universitario convertido en teleoperador desde el lunes, de Latina a Suanzes) que a una entrevista para conseguirlo (una muchacha parlanchina que le cuenta a su novio que acaban de contratarla como administrativa en Ciudad Lineal) o te permite envejecer a lo largo de 16 años seguidos, con las pequeñas joyas colocadas en el cuello y en los dedos ya añosos, con el bolsito bien sujeto sobre las piernas, tarde a tarde, rumbo a Rubén Darío para convertirte en la jefa de las limpiadoras de un banco.

Igual sirve el vagón para sacar una limosna colocando fotocopias de un poema muy apropiado para la claustrofobia subterránea -"Me tienes amor mío en tal estado / que estoy ciego cuando no te veo / harto, asfixiado sin tu dulce aliento" que para ir a tomarse un calimocho a Vallecas con los colegas.y de paso darle a Aluche un toque londinense con una cabeza naranja que responde al nombre de- Alfonso. Accede a hablar con tal de que no pidas dinero. "Tienes tres estaciones, hasta Oporto, así que dispara", dice. También contribuye a la estética británica su larguirucho amigo con chupa, pantalones a cuadros rojos y cresta de tonos butano, quien asegura llamarse José Antonio Primo de Rivera. Punkis auténticos llegados el día antes, con domicilio en Clapham, sur de Londres, okupas de un squatter bastante transitado (13 o 14 almas), con un canguro auténtico en el patio que trajo una australiana 11 que está loca". Hinchas los dos del Arsenal. Allí. Porque aquí, el de la cresta es del Atlético y Alfonso, del Real Madrid. "En Londres hay más trabajo y menos alcohol". Si fumas -y ellos están fumando impunemente- "te caen mil libras de multa, [197.000 pesetas]", dicen.

En el mismo vagón que los punkis, Ulises, un nicaragüense de 27 años, embebido en un libro americano sobre España. Es profesor de inglés en una academia de Aluche. Tras el baño radical, Ulises parece muy formalito, con su corbata, sus cuatro años en California y la cartera en las rodillas.

Bajo tierra, un sólo día, se presienten tragedias: la del muchacho de abultada carpeta estudiantil que se pasa el viaje nocturno merendándose las uñas como poseído; la de la misteriosa mujer que rellena crucigramas autodefinidos con ansiedad febril. No es la única.

Otras penas se confiesan con pudor: la de la señora de ojos profundamente tristes, viuda desde hace nueve años, amarrada desde Gran Vía a Canillejas a un volumen amarillento de don Leopoldo Alas Clarín; desde allí hasta Torrejón se abandonará en un autobús; una mujer que tuvo que ponerse a limpiar oficinas al morir su marido y no, no está mejor al cabo 'de los años.

Hay otras desdichas, duras y evidentes: la del yonqui que acaba de pillar en Simancas -que, a decir de los usuarios, es un clásico- y que sube en Pueblo Nuevo, y trata de fumarse el chino frente a las admiradoras extranjeras de Sabina y Los Rodríguez, que se sientan en Ventas de vuelta de la fiesta. Ellas se bajan unas cuantas estaciones más allá, no han dejado de mirarle; él, demacrado, vestido enteramente de verde oscuro, sujeta una bolsita amarilla de plástico en su duermevela, recién alimentado su mono. En Gran Vía, abre los ojos de repente y se esfuma.

También a Simancas, de donde viene el yonqui, viaja por la mañana una gitana vieja analfabeta, habladora, tan habladora que no ha dudado en explicarle a una monja con hábito que ella es aleluya, que cada tarde va a orar al señor al culto, que es una gloria lo bien que lo pasamos. Un par de bolsas de plástico repletas de ropa reposan junto a sus largas faldas negras desde Tirso de Molina, mientras ella cuenta, sus lindos pendientes de oro moviéndose, que ella tuvo que cuidar a sus nueve hermanos pero que todos sus hijos saben leer. Esas bolsas a rebosar son su sustento.

Un adolescente rapadito -o rapadita, no se sabe- con pendiente le va cantando las estaciones, y lee concentrado -o concentrada- un periódico. Hasta que le dice en Pueblo Nuevo: "Ésta es la nuestra". La gitana y su humanitario acompañante desaparecen tras el condenado bufido de las puertas.

Y se van, como todos, rumbo a la superficie sin haber remontado sus miserias.

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Sobre la firma

Ana Alfageme
Es reportera de El País Semanal. Sus intereses profesionales giran en torno a los derechos sociales, la salud, el feminismo y la cultura. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS, donde ha sido redactora jefa de Madrid, Proyectos Especiales y Redes Sociales. Ejerció como médica antes de ingresar en el Máster de Periodismo de la UAM y EL PAÍS.

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