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El, chalé del destino

Nunca se sabe dónde nos espera nuestro destino. Esta pareja, por ejemplo, nunca pudo sospechar que les estaba esperando en un chalé de dos plantas, tres habitaciones, Jardín de veinte metros con gorriones de veinte centímetros, cocina vitrocerámica, garaje con suelo de linóleo y piscina comunitaria, que se encontraba en Los álamos del Pinar, una versión del Paraíso a sólo cincuenta y nueve minutos (dos horas con atasco) de la Cibeles.Ya habían pasado lo más difícil, que eran los veintidós primeros años de matrimonio (luego la mayoría se resigna) pagando letras por un piso de tres habitaciones, doble terraza con gorriones, cocina de gas con alacenas y piscina con ducha en la azotea de cemento, que se encontraba en la urbanización Animas de la, Pradera, por la carretera de Burgos, a sólo 45 minutos de la Plaza de Castilla (una hora y media con atasco).

Habían perdido pues tiempo de transporte (de tres horas habían pasado a cuatro cuando había atasco: todos los días de lunes a viernes, y él domingo para ir a un cine de la Gran Vía), pero. en cambio habían ganado en calidad de vida: un silencio digno de Soria salvo cuando a los del adosado vecino les daba por hacer barbacoas (los sábados pues los domingos los reservaban al fútbol), una luz que les obligó a comprar aire acondicionado por cuatro millones, y una piscina en la que se apretaba la misma, cantidad de vecinas que en el antiguo edificio sólo que aquí la piscina tenía hierba, y ya no los baldosines de antes, que parecía aquello una piscina del Frente de Juventudes. En ésta, además, se podían organizar picnics y meriendas durante los cinco meses del verano madrileño real.

Y lo más importante de todo: casada la hija ("con veinte añitos, la pobre") y funcionario el chico en el Ayuntamiento de Sofá de los Condes ("que no están los tiempos para escoger") él tendría que seguir trabajando pero ella se podía al fin liberar de su puesto de protésica dental. Todavía él, que trabajaba ocho horas en una oficina y otras siete en el tasi, podía realizarse conociendo a gente interesante, presenciando algún atraco o escuchando las tertulias de la radio. Pero ella...

De modo que antes incluso de trasladarse al chalé, ella puso como condición una antena parabólica de cuatro autopistas, tres gamas de colores y texturas a elegir, traducción simultánea y automática a las siete voces, de siempre y servicio de despertador y programación del horno a distancia. Unas prevenciones un poco exageradas toda vez que, como quedó pronto demostrado, bastaba con los tres o cuatro canales de televisión más habituales. Pues esos, que siempre se emitían en las siete voces de toda la vida, eran los que se veían en las televisiones de la urbanización y se comentaban en las meriendas. Ni un sí ni un no habían tenido en las primeras dos décadas de matrimonio, entre otras cosas porque ambos llegaban tan reventados que apenas tenían fuerzas para cualquier cosa que no fuera cenar, discutir un poco sobre si el presidente del Madrid o el del Atlétic (para eso les habían educado), y a la cama. Así veintidós años.Nunca ni habían imaginado reñir por la comida. Hasta que una noche él se encontró con tostadas y no pan para la cena, y al día siguiente sin patatas. Pronto le fueron quitando la leche entera, los garbanzos, ¡el chorizo!, el aceite y hasta el bisté a la plancha, con el argumento irrebatible de que era "cadáver de vaca". La mujer seguía comiéndolos, pero es que ella, decía,, nadaba todos los días en la piscina. (Falso: en realidad había descubierto el truco de los romanos). Él no decía nada, -entre otras cosas porque al cabo de 22 años se suele estar tan seguro de lo que le van a decir que las palabras cruzan de un oído a otro sin obstáculos.

Luego ella decidió pedirle que cortara el césped, que pintara una cerca de blanco, que sus camisas fueran a cuadros y que organizara barbacoas de hamburguesa y cerveza, siendo así que lo que a él le gustaba eran el tinto y las costillitas de cordero. "¿Cordero? ¡Qué asco! ¿Cómo puedes ser tan cruel?". El día en que ella le quiso retirar el café él quiso reaccionar, pero ya era tarde. El máster de la para bólica le había dado las armas para por fin desenmascararle. Encerrada en el trastero, marcaba en el móvil, a ciegas, un numero de ayuda para las mujeres de Miami y todo el sur de Florida.

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