1. Un traductor en París
Por No había ninguna posibilidad de ayudarme, pero mis amigos trataron de franquear esa molesta realidad poniéndose en mi lugar y empujándome hacia lo que parecía una salida. "Deberías hacer un viaje", me decían, "un viaje te vendrá bien". A veces, cuando yo me mostraba especialmente testarudo o cuando me burlaba de sus aparentes buenas intenciones, que no tenían les decía yo, otro objetivo que el de perderme de vista por una temporada, alguno de ellos se encolerizaba conmigo y me reprochaba mi actitud: "¿Sabes cómo se le llama a lo tuyo? Pues se le llama negativismo, agresividad, deseo de culpabilizar a los demás. Pero no se puede vivir así. Hay mucha gente que, a pesar de haber tenido accidentes bastante más graves que el tuyo, supera el trance y continúa adelante con optimismo". Ante invectivas como aquélla, yo permanecía mudo, como si el accidente también hubiera afectado a mi voz, y formaba, mentalmente, una respuesta que podría denominarse filológica: "Si estuviéramos en el siglo XIX", pensaba, "mi bienintencionado amigo no habría dicho negativismo, agresividad, deseo de culpabilizar a los demás, sino que se habría referido a la flaqueza, al rencor, a la envidia que el desgraciado siente hacia los que ríen y parecen vivir felices". No era, esa reacción mía, señal de desprecio hacia mi amigo; era, simplemente, cansancio, aburrimiento, indiferencia hacia la cháchara consoladora. Porque para decirlo con una palabra que lo mismo sirve para el XIX que para el XX, la idea de que lo bueno o lo malo de esta vida dependen de la actitud es una paparrucha. Desgraciadamente, de la actitud dependen muy pocas cosas. No olvidamos porque queramos olvidar. El deseo de ser libre no libera al prisionero. Las cosas son como son. Así se dice también en uno de los cuentos de los hermanos Grimm, que la época de los deseos ya pasó.Con todo, mi reacción ante los consejos de mis amigos no era siempre tan filológica ni tan intelectual. Una vez, por ejemplo, cuando uno de ellos me repitió por centésima vez lo de que mi vida no podía girar en torno al accidente, mi mente se quedó únicamente con la expresión girar en torno, creando a continuación la imagen del remolino de un río. Cerré lo! ojos, como para fijarme mejor, y vi que bajo el agua del remolino había un cuerpo desnudo y blanquísimo, el cuerpo, me pareció, de un hermoso y excitante joven; pero, de pronto, en uno de los giros, su cabeza quedó al descubierto, y supe que aquel joven era yo mismo, o, mejor dicho, el joven que yo había sido a los 14 o 15 años, y que me estaba ahogando, que me iba sin remisión hacia el oscuro centro del agua. Recuerdo que aquella visión me sobresaltó, y que a consecuencia de ello el combinado que estaba bebiendo se me cayó al suelo. "¿Qué te pasa?", me preguntaron mis amigos. "Nada", les contesté, "que mi imaginación me ha gastado una broma pesada". "Efectivamente, no ha pasado nada", añadió uno de ellos recogiendo la copa y dejándola sobre el mostrador. "Es lo que más me gusta de este club", dijo otro, "que está forrado de alfombras y que ni el cristal sufre con los golpes". Sin embargo, la copa no había salido indemne. Tenía una fractura en su borde que la dejaba inservible. Pensé que aquella falta de percepción resultaba elocuente, que resumía bien la costumbre que poco a poco habían ido tomando mis amigos. Porque, tras las primeras atenciones, ellos se desentendían de lo que realmente me estaba sucediendo y, con la grisura de quien sigue una consigna, se limitaban a mostrarse joviales y festivos. En la práctica, el resultado era que, por ejemplo, simulaban reírse de mí a cuenta de mi bastón, diciendo aquello tan vulgar de que siempre hay clases: "Tú siempre has hablado de igualdad", decían, "y ahora resulta que te quedas cojo y te compras un bastón con empuñadura de plata". Y otro añadía: "Sí, tienes razón, es un bastón clasista". Y otro más: "Más que clasista, burgués. Pero burgués del siglo XVIII. Un bastón como el que podía haber tenido un comerciante holandés aquejado de gota. ¿Ya os habéis dado cuenta de que, además de la plata, tiene sus iniciales grabadas en oro?". Yo me defendía de aquella alegría pensando en otras cosas. Cuando no conseguía mi propósito, me enfrentaba a ellos y les mandaba callar. "¿Sabéis que me recuerda vuestra forma de actuar?", les decía. "Pues las fiestas en casa de Gabriel". Por decirlo de alguna manera, Gabriel tenía esa infección tan de moda en los últimos tiempos y estaba, diciéndolo ahora a la manera de Baroja, en la última revuelta del camino. Cada vez que nos juntábamos con él, nuestro comportamiento seguía las pautas de la gente que va a contar chistes a la televisión.
Vivir es recorrer el tiempo, pero recorrerlo como quien avanza por un alambre, desequilibrándose ahora hacia un lado y mañana hacia el otro, y así iba viviendo yo, sin conocer el equilibrio, procurando correr cada vez más para olvidarme del vacío que me rodeaba y llegar cuanto antes, no ya a un hogar, ni tampoco a un jardín inefable como el que solían hallar los caballeros tras muchas fatigas, sino a un lugar si quiera ligeramente más seguro que el propio alambre: a un escalón, a una barra, al cabo de una cuerda sujeta en algún sitio. Mi actividad era, en esa época, frenética. Concertaba citas con todo el mundo: con mis antiguos compañeros de trabajo; con los fisioterapeutas que habían dirigido mi rehabilitación y con el psicólogo que me había ayudado en los momentos de crisis; con mis asesores bancarios; con los periodistas que alguna vez me habían pedido un artículo; con los libreros que, justo cuando el accidente, me habían hablado de una edición excepcionalmente hermosa de las obras completas de Baudelaire; con todos ellos y con muchísimos más. Naturalmente, la gran mayoría de esas citas no tenía sentido alguno. Pero, como ya he dicho, lo que yo quería era correr, escapar, huir de una situación que era como mi propia sombra. Por las noches, mi carrera continuaba, más deprisa si cabe: aparte de los clubes de siempre, visité otros que antes había considerado excesivamente barriobajeros. En uno de éstos conocí a un chico que se hacía llamar Carla. "¿Y tú quién eres?", me preguntó después de presentarse. Yo le respondí: "Soy el cojo que quiere correr". Se lo dije con humor, pero también con aquella pizca de amargura que, por expresarlo al modo de los camareros, figuraba en todos los combinados que por aquel tiempo surgian en mi cabeza. Pero el muchacho, Carla, no sabía de sutilezas. "Pues si te, quieres correr, córrete", me dijo con una mueca descaradamente sexual. No sé si su chiste fue voluntario o no, pero, por primera vez desde el accidente, me reí de verdad, con lágrimas en los ojos. Mientras tanto, mis amigos seguían tratándome con aquella jovialidad forzada que, en su misma exageración, mostraba su otro lado, el lado en el que tenían lugar, estaba seguro de ello, los juicios sobre mi conducta, juicios negativos, juicios de lobos que desean dejar atrás al miembro molesto de la manada. Un día que habíamos bebido mucho, uno del grupo volvió al tema del bastón, y, quitándomelo de la mano, se puso a ponderar su calidad. "Verdaderamente es muy bonito", dijo. "Lo que a mí más me gusta es esta empuñadura en forma de bola. Detesto esos otros bastones que suelen llevar los jubilados y los montañeros". Adivinando sus intenciones, le dije: "Devuélvemelo, por favor". Naturalmente, él sé resistió, o, mejor dicho, siguió diciendo tonterías sobre el bastón sin darse por aludido. Intenté cogérselo, pero él dio un paso atrás y me esquivó. Lo intenté de nuevo, y otra vez lo mismo. Dándose cuenta de lo que sucedía, todos los clientes que en aquel momento estaban en el club se pusieron a mirar nuestro número de circo. "Haz el favor", le dije, "dame el bastón". Pero él se sentía la reina de la fiesta, y no quería volver a la sensatez. Al fin, en un descuido suyo, logré arrancárselo de las manos, y, sin pensármelo dos veces, le di un golpe en las piernas y lo derribé. El efecto que tuvo aquella acción fue notable: los que hasta aquel momento habían estado mirando y riéndose enmudecieron por completo, y el bromista, que también se había estado riendo, se, puso a aullar de dolor. En cuanto al resto dé mis amigos, se lanzaron sobre mí y me agarraron para que no siguiera golpeándole. "No pensaba hacerlo", les dije, "con el que le he dado tiene suficiente".
Fue un momento importante. Como esos gritos que, según suelen contar los periódicos, acaban provocando el desprendimiento de grandes masas de nieve o de piedras, el incidente removió la falsa atmósfera que envolvía la relación entre mis amigos y yo. De pronto, después de tanta alegría tonta, después de tantas mentiras piadosas, comenzaron a llover verdades: "¡Esto ya es demasiado!", gritó uno de ellos. "Ya no te aguantamos más", añadió otro. "¡Tienes que marcharte de aquí por una temporada!", siguió un tercero. "De lo contrario, acabaremos muy mal".
Por una parte, necesitaba escuchar aquellas palabras, porque la verdad libera; pero, por otra, adivinando la soledad que me auguraban y sintiendo ya, en aquel mismo momento, la fría brecha que se iba abriendo entre nosotros, me arrepentí de mi reacción y les pedí perdón. "No quería golpearte tan fuerte", dije al amigo que me había quitado el bastón. "Es igual, ya se me pasará", dijo él, frotándose la pierna. "De todas formas", continuó, "no deberías dirigir tu agresividad hacia nosotros. Tus amigos no tenemos la culpa de lo sucedido con Alberto".
Alberto no era de nuestro ambiente. y nunca había pertenecido al grupo. Yo lo había conocido por casualidad, una vez que vino a hacerme una fotografía para un periódico. Desde el accidente, nadie lo había mencionado. "De acuerdo", les dije. "Ya era hora de que alguien lo dijera claramente. Tenéis razón, Alberto me ha dejado. Ése es el verdadero problema". "Es un cerdo", dijo el amigo al que yo había golpeado. Por una vez acepté su compasión, porque me pareció que, por fin, era una prueba de verdadero afecto. "No es su culpa", dije. "Siente una auténtica fobia hacia la fealdad. Es normal que me haya abandonado". %Sí? ¿Ha sido por eso? ¿Por el accidente?", dijo él. "Para ser más concretos, por la cojera", respondí. "No sé si creerte", se resistió él. Estábamos en la hora de la verdad, y quería llegar hasta el final, hasta el último pliegue. "Por lo que me contaron, vuestra relación ya estaba rota para entonces. Si no rota, dañada".
Quise contestarle enseguida, pero no pude. La imagen del remolino había vuelto a mi mente, pero el cuerpo desnudo que ahora giraba en el agua ya no era el mío, sino el de Alberto. Me agarré fuerte al bastón y traté de borrar aquella imagen que, desgraciadamente para mí, seguía excitándome. Cuando volví a la realidad, mis amigos hablaban de París. ¿Por qué no te vas a París? Una temporada en tu ciudad preferida te hará bien. Te ayudará a olvidar". Bebí un poco y traté de pensar rápidamente. "Siempre nos queda París", dije levantando mi copa. Tenía que aceptar la verdad. Alberto nunca volvería a mí. No podía soportar mi cojera, y las cicatrices, las feas cicatrices que me habían quedado tras las operaciones del hospital, le producían asco. Por mucho que intentara aproximarme a él, nuestros cuerpos nunca volverían a mezclarse bajo las sábanas. En realidad, ¿cómo, juntar a un cojo lleno de cicatrices con un esteta? Para decirlo con el lenguaje de principios del siglo XX, habría sido un encuentro surrealista.
"¿Cuándo fue usted a París por primera vez?", me preguntó el psicólogo días después, cuando le comenté mi propósito. Era un hombre de unos sesenta años, con cara de fumador y voz muy masculina. Me había ayudado mucho en los primeros meses, cuando lo único que lamentaba era no haberme muerto en el accidente.
"Nada más acabar los estudios universitarios" le respondí. Como siempre que iba a su consultorio, me sentía con ganas de hablar. "Durante el último curso había leído con frecuencia los libros de Baudelaire, y tuve la idea de ir a París a traducir uno de ellos y a perfeccionar mi francés. Fue un viaje decisivo. Hasta llegar allí, ni siquiera sabía que era homosexual. o,mejor dicho, no lo aceptaba". Seguí confesándome durante un buen rato. Hablé de lo, mucho que había aprendido en los libros del poeta, de la revelación que para mí había supuesto la lectura de sus poemas.
"También descubrí los parques", añadí al final. "Hasta entonces, los parques eran para mí el lugar de los niños o de los jubilados. Pero en París, en el parque de Montsouris concretamente, supe que tenían vida nocturna. Fue allí donde yo concerté la primera cita sexual de mi vida".Creí entonces que el psicólogo quería cambiar de tema, porque se puso a hablar de la importancia de las ceremonias.
"Usted ya sabe que todos los actos importantes de nuestra vida suelen ir acompañados de una ceremonia. No basta con morir, por ejemplo. Tiene que haber además un funeral. Es decir, tiene que haber cierta solemnidad, un comportamiento que, por seguir unas determinadas reglas, más o menos arbitrarias, más o menos bellas, diferencie ese hecho de los que ocurren todos los días. En mi opinión, las raíces de la ceremonia son profundas. Aparte de que sin ellas la monotonía de la vida se nos haría insoportable, ayudan a seguir adelante e impiden que la desorientación creada por esos momentos especiales nos ponga en peligro".
Siete meses antes me había hablado de las joyas casi en los mismos términos. Del beneficio espiritual que las joyas y los objetos especiales procuran a las personas cuyo ánimo flaquea ante la dureza de la vida. La idea de comprar el bastón había sido suya.
"¿En qué está pensando?", le pregunté.
"Veo bien lo de su viaje a París, pero siempre que lo haga según unas reglas, las que usted quiera. Sin ceremonia, el viaje puede resultarle negativo. Si va allí y se encuentra con que no sabe qué hacer, volverá a sentir ese horror al vacío del que tanto me habló al principio".
"Propóngame algo", le dije.
"Como le he dicho, las reglas son lo de menos. Pero, por ejemplo, ¿por qué no repite usted los pasos que dio cuando su primer viaje? ¿Por qué no vuelve a París y se compra el libro de Baudelaire en la estación?".
"No hay momento que se pueda vivir dos veces", le dije.
"Sólo será un juego, como los niños cuando van por la playa y se esfuerzan en recorrerla poniendo los pies sobre las huellas que dejaron otros. Sinceramente, creo que le vendrá bien. El ceremonial le ayudará. Igual que el bastón".
De vuelta a casa recordé algo que había leído en algún libro, algo sobre los que no buscan la libertad, sino únicamente una salida. "Quizá no esté mal ese juego", pensé. Podía ser una salida. Una salida provisional, al menos. Llegué a casa, telefoneé a una agencia para que me consiguieran un billete para el tren nocturno a París, y me puse a hacer la maleta.Continuará
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