En ausencia de Blanca (y 6)
Por Resumen de lo publicadoCuando Mario besaba a la mujer que no era Blanca había instantes en que creía besar a Blanca. Mario López, funcionario, humilde y amante de la estabilidad, y Blanca, rica, fantasiosa y de pasado caótico, viven en Jaén, casados y muy enamorados aunque a ella le pesa la monotonía de sus vidas. Cuando él conoce a Lluis Onésimo, se da cuenta con pavor que ese artista impresentable le va a quitar a su mujer.
Ahora la mujer que no era Blanca venía por el pasillo hacia él con la camisa verde de seda y los vaqueros ceñidos de Blanca, caminando con un ritmo que no era exactamente el de los pasos de Blanca, aunque llevase sus zapatos de tacón, o unos zapatos de tacón idénticos, bajos, que revelaban la forma delicada de su empeine, ahora Mario oía sus pasos por la casa y sentía que resonaban de otro modo, en un silencio más denso que los peores silencios de Blanca, los más dolorosos, los que ni toda la ternura ni la entrega de Mario lograron nunca penetrar. Pero ahora era otro silencio, se había acostumbrado a distinguirlo con la misma finura de la inteligencia y de los sentidos que le permitía saber que la mujer que estaba a su lado y se vestía y hablaba como Blanca no era ella, por muy perfectamente que intentara fingirlo, que Blanca lo había abandonado, tal como él siempre temió que ocurriría.
No estaba loco: pero no tener nadie a quien decirle que albergaba graves sospechas de que la mujer que vivía con él ya no era Blanca lo sumía en una insalubre soledad de poseedor de un secreto inconfesable. Cualquier amigo encontraría disparatadas sus sospechas: pero también se daba cuenta ahora de que en los años que llevaba con Blanca había perdido a sus amigos, que a Blanca le parecían habitualmente pesados o vulgares, y a los que él, con sumisión cobarde, no había tenido el coraje de conservar, igual que no había conservado ni sus costumbres ni sus gustos personales, todo por fingirse quien no era, por estar a la altura de una mujer que no podía quererlo, aunque lo hubiese intentado con cierta convicción alguna vez. Unos días antes de que se marchara, cuando Mario lo veía todo' tan claro y tan irreparable como si ya hubiera sucedido, afectó un aire de naturalidad para preguntarle a Blanca qué encontraba en Onésino, aquel obvio farsante que sin la menor duda había detectado en ella una presa infalible, y que llamaba obras de arte a unos montones de ladrillos y amasijos de cables esparcidos, bajo su tiránica dirección, en el salón de exposiciones de la Caja de Ahorros, y acompañados por letreros en valenciano y en inglés:
-Pobrecito mío, no puedo exigirte que tú lo entiendas -dijo Blanca, y le hizo a Mario una caricia rápida que sin duda era de condescendencia o de piedad, pero que a él lo embargó de ternura-. Estar con Lluís es como asomarse junto a Lawrence Olivier al acantilado de Rebeca... Tú eres como mi casa. Contigo estoy siempre como en el banco de un parque, igual que los novios antiguos.De pie frente a Blanca en la sala de exposiciones -Onésimo le había dado la gran alegría de su vida eligiéndola como vigilante, si bien él mismo aseguraba que la frontera entre el arte y la vida estaba rota, que en sus instalaciones no había distancia entre el vigilante y el artista, entre el guía y el público-, Mario comprendió que lo tenía todo perdido, aunque en ese momento no recordara la película de la que le había hablado Blanca, que por su nombre debía de ser una de aquellas películas en blanco y negro y subtituladas que ponían a deshoras en la televisión: tantas veces, cuando él le decía que fueran a acostarse, Blanca contestaba que no, que quería ver alguna película japonesa o francesa con subtítulos, y él se iba a la cama y calculaba en la oscuridad los días que llevaban sin acostarse al mismo tiempo, y se quedaba dormido oyendo como desde muy lejos, al otro lado del muro de escayola hueca que separaba el dormitorio del salón, la música de la película que ella estaría viendo con un fervor que no solía casi nunca dedicar a las cosas reales, las palabras dichas en un idioma que él no comprendía y en el que ella era capaz de repetir largas citas delante de sus amigos. Sobrevivía a trances sucesivos de fatalismo y voluntad, de coraje inventado y desolación irremediable. Ahora, muchos días, cuando llegaba a casa a las tres y cinco o tres y diez, Blanca no estaba esperándolo, porque según ella la retenían en la sala de exposiciones los compromisos de su trabajo, que no era sólo, recalcaba, con palabras prestadas de Onésimo, los de una vigilancia pasiva, una mera delegación represora del ojo de la autoridad. Pero lo cierto era que si no iba a llegar a casa a tiempo de comer le dejaba a Mario una nota de disculpa, escrita con aquella caligrafía de colegio privado que a él le gustaba tanto, y se preocupaba de dejarle también alguna comida que él sólo debía calentar. En esos momentos la culpabilidad de Mario atenuaba o deshacía el miedo, y ya se quedaba toda la tarde esperando a Blanca, o se armaba de valor iba a buscarla al centro cultural de Caja de Ahorros, venciendo no sólo la pugnancia de encontrarse con Onésimo sino también algo que con mucha dificultad se confesaba a sí mismo, un sentimiento lacerante de vergüenza ajena provocado por la pedantería con la que escuchaba hablar a Blanca, por el modo en que la oía usar expresiones en francés en inglés que Onésimo. había usado antes o repetido en alguna entrevista. Era otra Blanca y sólo él, su marido, se daba cuenta de su simulación, de su exceso de nerviosismo, del rubor imperceptible que le subía a la cara cuando la halaga Onésimo. Un día pensó, mirándola en silencio desde el otro lado de una mesa presidida por el artista valenciano, llena gente que fumaba y hablaba muy alto "Si me quisieras yo nunca te dejaría peder la dignidad".
Era al final de todo, recordó luego Marío, cuando quiso fijar en su conciencia todos los detalles, perseguir cada signo mínimo y tangible de la huida de Blanca, de aparición en su casa de la desconocida. E la comida de clausura de la exposición o instalación o comoquiera que se llamase que había mantenido durante un mes los salones culturales de la Caja de Ahorros como si estuvieran en obras, y asistían ella algunos artistas, literatos y periodistas locales, así como el jefe de la Obra Cultural de la Caja, quien tal vez por representar la institución que subvencionaba el convite se sintió autorizado a pedir una langosta monstruosa, de la que no obstante diose cuenta casi a la misma velocidad y con los mismos ruidos que Lluís Onésimo de suya.
Solo y callado, sentado frente a Blanca, que bebía mucho más vino del que debiera y prestaba una atención devota las palabras de Onésimo; pero no a los ruidos de su masticación, MariolcóntuN las ganas de llorar o de irse diciéndose que le quedaba intacta su dignidad, o menos su paciencia, y que al día siguiente, cuando Onésimo se hubiera marchado, podría emprender de nuevo la tarea tan habitual y tan querida de reconquistar a Blanca con la simple fuerza incondicional de su amor. Pero también se daba cuenta, con un instinto confuso de melancolía, de que era posible que ya no tuviera las energías necesarias para seguir queriéndola, para seguir aguantando e midas como aquella, escuchando términos intelectuales que no comprendía nombres de platos y de marcas de vinos que ya le provocaban una furiosa y secreta hostilidad en la que le costaba mucho no incluir también a Blanca.Al día siguiente, por culpa de un mal entendido muy desagradable que le hizo perder casi una hora en la oficina de Personal, volvió a casa cerca de las tres y medía, irritado todavía, ansioso, temiendo que Blanca lo estuviese esperando con mesa puesta. Abrió la puerta y en el pasillo no escuchó los pasos de Blanca, tampoco la música del televisor, y
cuando llegó al salón recibió como un golpe en la nuca la evidencia de que ella no estaba, ni le había dejado la comida hecha, ni se había molestado si quiera, tal como hacía siempre, en poner el mantel. En la salita de su piso de protección oficial, entre sus muebles habituales, frente al televisor apagado donde se reflejaba su propia figura, Mario López sintió que el mundo se estaba acabando para él, y aquel cataclismo definitivo y silencioso, que había imaginado y previsto tantas veces, tenía sin embargo la fuerza horrible de una novedad absoluta: haber sido abandonado por Blanca era quedarse mirando como un idiota aquel pañito de ganchillo que ella detestaba, y escuchar sin motivo los pasos o la voz de alguien n el piso de arriba, y sentir que todas esas cosas juntas constituían la suma brumadora de su desgracia.
En el armario empotrado del dormitorio comprobó que faltaba alguna ropa de Blanca, así como su bolsa negra de viaje. quiso pensar que había tenido que salir por algún motivo urgente, la enfermedad súbita de su padre, la convocatoria para una entrevista de cara a alguno de aquellos trabajos que estaba siempre solicitando y dejando.
Mario fue a la cocina y se abrió una cerveza. Mientras cortaba una loncha de mortadela notó que se inclinaba más de normal sobre el filo de la mesa, y un instante después era fulminado por el llanto. Vivir no el resto de su vida, ni siuiera aquella tarde entera, sino tan sólo los próximos cinco o diez minutos, le pareció una proeza imposible. Se sobrepuso: fue al estudio, buscando rastros de la huida. La pequeña radio donde Blanca se asaba tardes enteras escuchando música clásica no estaba en su lugar de la estantería. En un rapto de furia que le produjo n alivio fugaz, un sentimiento pueril de revancha, Mario arrancó de la pared el póster que anunciaba la exposición de Lluís Onésimo. Una hoja de bloc arrugada en la papelera le provocó un vuelco en el corazón. Al desdoblarla vio que Blanca había escrito "Querido Mario", pero no había continuado, tal vez, pensaba él hora, por miedo a distraerse demasiado a que él la encontrara.
Tuvo el coraje de llamar a la sala de exposiciones de la Caja de Ahorros y preguntar por Onésimo. El conserje, que conocía a Mario, le dijo que Onésimo había marchado a Madrid en el Talgo de las sos y media, el mismo Talgo odioso que Blanca estaba queriendo tomar siempre, el que la conectaba con las exposiciones el Reina Sofía y las mesas redondas de a Residencia de Estudiantes, con las películas francesas de los Alphaville, justo con todas las cosas que despertaban su entusiasmo y que excluían a Mario.
Colgó el teléfono sin haberse atrevido a preguntarle al conserje si había visto por casualidad a Blanca. Después se tumbó en el sofá aplastando la cara contra la tela de un cojín y estuvo llorando y buscó tientas un paquete de kleenex para limpiarse los mocos y notó vagamente que cambiaba la luz, que estaba haciéndose e noche. Se despertó en la oscuridad al oír una lave en la puerta y ver que se encendía la luz del pasillo. La mujer de la que él aún no sabía que no era Blanca vino hacia el comedor con unos pasos tan parecidos a los de ella que al principio Mario los tomó por auténticos: pero también, en la luz escasa del comedor, le pareció idéntico su pelo, la forma de su cara, la sonrisa breve y rosada de sus labios carnosos, en los que perduraba, para delicia de Mario, como un rastro de hinchazón infantil. Vino hacia él con aire de cansancio, aunque sonriéndole, como si nada hubiera ocurrido, le preguntó con cierto aire de burla qué estaba haciendo en la oscuridad, y él tardó en reaccionar, en parte porque el llanto y el sueño habían actuado como anestésicos sobre su conciencia, se levantó y la abrazó y al estrechar contra sí su cuerpo tan largo y elástico (era más alta que él, incluso con los zapatos bajos) los ojos volvieron a llenársele de lágrimas y pensó, con absoluta emoción, con involuntaria literatura, que se lo perdonaba todo, que no pensaba hacerle ninguna pregunta ni reprocharle nada.
Entonces observó de soslayo el primer indicio: no estaba seguro que la bolsa que había traído Blanca fuese la misma que faltaba del armario empotrado. Pero no es fácil distinguir una bolsa de viaje de otra, todo el mundo las confunde en las cintas transportadoras de los aeropuertos. Blanca lo besó en la boca inclinándose un poco sobre él, pero al hacerlo separó los labios un milímetro más de lo habitual, y Mario notó, o recordó luego que había notado, que en su aliento no había rastros de nicotina ni de vino tinto, y que su pelo no olía exactamente igual.Pero no siempre podía permanecer en guardia, al acecho, estudiando a la mujer que gradualmente no era Blanca, que se volvía más extraña en la misma medida en que lograba una exactitud más perfecta. Se abandonaba, comprendía que iba dejándose llevar, que la inercia de acomodación que había en su carácter y que Blanca nunca había aceptado lo empujaba con suavidad, casi con dulzura, a aceptar la presencia de la impostora. Fregaba los platos en la cocina, después de cenar, y la oía acercarse por el pasillo con aquella manera de caminar idéntica a la de Blanca, y cuando los pasos cesaban él no se volvía ni levantaba la mirada del fregadero y sabía que la mujer que no era Blanca estaba parada en el umbral, a punto de apoyarse en el dintel con un gesto de pereza o desahogada camaradería que la verdadera Blanca nunca habría mostrado.
Se la quedaba mirando a los ojos antes de besarla y ella se echaba a reír y le decía que no la mirara así, que le daba miedo la fuerza de los ojos de Mario, y eso constituía otra prueba indudable de la impostura, porque Blanca, su mujer, la que él había querido, la que lo había dejado por otro, jamás había dado pruebas de que la impresionaran sus ojos.
Quiso ponerle trampas: llamaba desde la oficina, y cuando oía su voz se quedaba callado, tratando de descubrir una inflexión o un acento que no pertenecieran a Blanca. La radio había vuelto a estar sobre una de las repisas de la librería, en la habitación que Blanca ya no llamaba el estudio, pero Mario habría jurado que tampoco la radio, aunque muy parecida, era la misma, y se desesperaba por su falta retrospectiva de atención, por el atolondramiento de enamorado y de pueblerino en que había vivido. En cualquier caso, Blanca apenas escuchaba ahora música clásica, y jamás se encerraba con llave en el estudio.
Y sin embargo, a pesar de su espionaje y de raptos de obsesión, Mario, sin darse mucha cuenta, estaba dejando de ser desdichado, y hubo una noche en la que aceptó que Blanca no volvería y que a él ya no le importaba vivir con aquella otra mujer que se le parecía tanto. Estaba tendido en su dormitorio, leyendo un rato, o intentándolo, porque su vigilancia no se interrumpía nunca, y entonces se abrió la puerta y la mujer que no era Blanca vino hacia él, cerró despacio al entrar, se tendió a su lado mirándolo con los ojos que no eran los de Blanca, y a diferencia de Blanca no le pidió que apagara la luz: pudo ver a su gusto todos los detalles del cuerpo desnudo de Blanca, los que conocía de memoria y los que lo sorprendían o lo desconcertaban, no sabía si porque fuesen de otra mujer o porque él nunca hubiese reparado en ellos.
Entonces, volviéndose de costado para abrazarla mejor, tan cerca que respiraba su aliento y veía su propia cara masculina y ansiosa, cerró los ojos y apretó con fuerza los párpados, temiendo que si los abría un espejismo iba a desahacerse, porque ahora estaba seguro, con los ojos cerrados, húmedos de lágrimas, que aquella mujer que lo estrechaba no era Blanca: Blanca nunca habría respirado ni gemido así, Blanca, la otra, la verdadera, la casi idéntica, la que ya no le importaba haber perdido, la que no iba a encontrar si abría los ojos, nunca se había echado a reír en su brazos ni murmurado en su oído las palabras que la desconocida le decía.
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