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Vuelvo de mis ensimismadas vacaciones de julio y me sorprende una vez más que el mundo siga dando vueltas sobre sus mismos errores y brutalidades: no se acaban las torturas de las guerras, los pobres lo son cada vez más y proliferan en los países más ricos, los terroristas alardean en las noches veraniegas, la delincuencia se adueña de los rincones más míseros del planeta y los nazis arremeten a la caza de sus quimeras. Se repite el apartheid de razas y tribus, y nosotros, olvidando los millones de españoles que buscaron hasta hace poco el pan en el norte de Europa, adormilamos a quienes vienen ahora a por su ración para devolverlos al tormento de sus hambrunas. Hubo un tiempo en que creímos que algo podríamos cambiar, pero sabemos hoy, o quizá queremos convencemos de ello, que ya nada depende de nuestro querer, que el mundo se rige por poderes ocultos que fabrican, manipulan y venden armas, medicamentos, drogas, información y quién sabe cuántas cosas más.Pero, me digo mirando con melancolía el paisaje agostado desde la ventanilla del avión, tal vez no sea esa visión tan clarividente la que me produzca la cruel congoja con que me devuelvo al trabajo. Tal vez lo que ocurra no sea más que nostalgia del, perdido paraíso de almendros e higueras, de baños nocturnos a la luz de la luna, de voces infantiles y palabras de amor y cenas bajo la parra con una botella de Somontano. O más probablemente, el miedo y la pereza de volver al ámbito de las falacias de juzgados y de declaraciones vacías y contradictorias, de privatizaciones a destajo, de desaparición de la investigación, de vuelta a la enseñanza religiosa... que nos esperan tras el verano, en el otoño caliente que se avecina, sin más oposición que algunas voces tímidas y atemorizadas. Tal vez sea esto, sí. Sobre todo si pienso en los millones de ciudadanos que precisamente ahora comienzan el verano.

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