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El parchís y sus enemigos

Todo lo que hasta ahora se ha dicho sobre la enseñanza de la religión en nuestras escuelas se sustenta en esa teoría que la imagina como asignatura factible. Los partidarios deben confiar en los efectos benéficos de la religión que puede aprenderse y sus detractores deben desconfiar del énfasis doctrinal de la educación.Los argumentos a favor de la religión como asignatura tienen tendencia a adoptar el mismo aspecto que la defensa de la religión como creencia y gran parte de sus apólogos dan por hecho que las dos cosas son la misma. De este modo insinúan que las convicciones religiosas se adquieren por dictado y a causa de una perserverante redundancia. Pero esta precipitada suposición ha dejado fuera de juego, y de la polémica, a dos notables grupos de opinión: los que siendo creyentes se conforman rezando en la plenitud de su templo y los laicos que reconocen la enseñanza religiosa como el mejor antídoto contra la religión.

Las pasiones ocultas que excita este asunto surgen de un enmarañado conjunto de experiencias culturales compartidas por gran parte del país. Desde las difusas nociones de historia sagrada hasta el equívoco temblor de las procesiones. Desde la belleza de la liturgia ritual hasta las sentencias coactivas. Tan denso es el tapiz de estas imágenes, tan formidable la resonancia que produce en las cabezas de la multitud española, que son pocos los que consiguen discutir sin resucitar la devoción o la amargura de sus recuerdos.

Una primera objeción contra la religión como asignatura denuncia los sermones dogmáticos del magisterio eclesiástico. Si en lugar de recitar el catecismo, la religión enseñada pudiera inspirar las formas poéticas e la intuición trascendental, rastrear las borrosas rutas del dueño, evocar la memoria narativa de los muertos o cultivar perecedero amuleto de la felicidad, seguramente produciría más complacencias de las que hoy tiene la sociedad española con las asignaturas confesionales.

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Otra objeción, concebida desde la terquedad interpretativa que ve en la religión un mero efecto balsámico, cuestiona la ficacia didáctica de los anticipios doctrinales. La religión que consuela las perturbaciones síquicas del remordimiento y a arbitrariedad de los temores xistenciales, es una invitación al tedio para los adolescentes que al no poder todavía pecar ni temer, sólo con torpeza comrenden las promesas sacramentales de la redención.

Aunque lo importante en esta disputa nacional, que elude las sutilezas de la cuestión religiosa, es cómo se ha manejado la figura del parchís. Un juego aparentemente banal que sólo merecía desdenes se ha convertido en un estandarte maltratado desde que se anunció la cancelación de la religión como asignatura obligatoria y se habló de entretenimientos lúdicos como opciones posibles. Los partidarios de la religión como asignatura lo han explotado para ridiculizar el laicismo gubernamental. Los promotores de la nueva ley lo han repudiado por la frivolidad con que desprestigia su filosofía igualitaria. Pero ante todos ha pasado desapercibida la potencia simbólica del parchís para oponerse, efectivamente, a la religión y sus lecciones.

Como juego de mesa pensado para perder el tiempo, el parchís impugna la gravedad de una teología concebida para todo lo contrario: conquistar el misterio del tiempo. Frente a la solemnidad de una enseñanza que aspira a revelar el sentido de la existencia, el inocente juego de mesa proclama como único sentido estar aquí y ahora lanzando los dados.

El rozar azaroso de los dados nos ofrece una constelación numérica, una arbitraria conjunción de cifras que suspende la premonición de la voluntad divina. Nada puede contradecir con más fuerza la idea del poder del Dios que un dado. No sólo por que presume constantemente su naturaleza de probabilidad pura, sino porque prescinde de toda causa moral. La religión establece un acuerdo que hace justa aunque incomprensible, la retribución consecuente de los méritos acumulados. El parchís, cambio, ostenta un nihilismo dulce cuyo mensaje es demoledor: la condición moral del jugador no corrige el resultado de lo dados. Ganar o perder depende del azar. A diferencia de otro juegos, en los que la malicia, la habilidad o la ambición juega un papel, el parchís prescinde incluso del jugador. El saber jugar se limita a saber contar, reconocer el color de las fichas propias: moverlas con la yema del índice.

La religión que se enseña en nuestras escuelas habla de un tiempo que concluirá, pero e diagrama del parchís es el escenario de unas tardes interminables dedicadas a la contemplación. Sus esferas cardinales, si centro plural, al que todo jugador acaba por llegar en algún momento, evocan la circularidad perpetua de un tiempo que no si agota jamás. Cartografía geométrica del espacio ideal, el tablero del parchís esquematiza lo esencial: cada vida vuelve a su origen, sin prisa.

No hay atributo teológico que no obtengan en el cosmograma del parchís, bucle del eterno retorno y rueda del perpetuum mobile, su adecuada réplica simétrica e inversa. Aunque a diferencia de las herejías y de los manifiestos ateos, el parchís es una figura radicalmente pacífica. Convoca a los jugadores sin promesa de ganancia y sólo espera de ellos repetición, paciencia y pausas silenciosas. Un verdadero ejemplo existencial.

Toda religión augura grandes ceremonias de conversión y la condena final de los impíos, pero el parchís invita a una indolente suspensión de la conciencia y acepta a todo el mundo por igual. En estos tiempos, en los que la irritación perturba las relaciones humanas y un ejército de conversos espera la oportunidad de una catequesis masiva (y no todo lo laico está exento de esta tentación), no imagino mejor antídoto que esa suficiencia expectante que veo en el rostro sereno de los jugadores de parchís. Su confianza en el imprevisible dictado de los dados, su contención paciente en los límites del circuito vital y su complacencia con el adversario son parte de un aprendizaje que no deberíamos descuidar.

No sé quién fue el primero en citar al parchís como parodia, pero su elección fue un acierto. Porque si hay alguna alternativa a la religión como asignatura ésa es, precisamente, el parchís.

Basilio Baltasar es editor de Bitzoc.

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