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El problema y la solución

El autor escribe sobre la devolución a países africanos de 103 inmigrantes ilegales, en la última decena del pasado junio, y se pregunta si ésta es la solución al problema de personas que huyen de la miseria.

A veces una frase lo dice todo, más que mil discursos o mil imágenes. La del presidente del Gobierno, José María Aznar, sobre la expulsión de 103 inmigrados irregulares de Melilla es una de ellas: "Había un problema y lo hemos resuelto". Teniendo en cuenta la índole del problema y la brutalidad de la solución, esta frase significa algo así como: "Es un problema de orden. La gente que nos vota quiere que haya orden y todo vale para mantenerlo".Una frase como ésta la podría haber pronunciado cualquier populista de extrema derecha. Creo que el presidente del Gobierno no lo es, pero me duele el mensaje que transmite, porque significa avalar desde su alto cargo algo que choca directamente con principios democráticos fundamentales. En el caso de Melilla se ha atentado contra la dignidad de seres humanos, se ha tratado a personas libres como si no lo fuesen. ¿Qué diferencia hay, desde el punto de vista de la dignidad individual, entre inmovilizar a una persona con cadenas o inmovilizarla con drogas? ¿Y cómo se compadece con nuestra Constitución y el conjunto de nuestro sistema legal el transporte oficial de unas personas drogadas para ser entregadas a unas autoridades improbables, a las que se paga ¿o se soborna? con fondos reservados, y más allá de las cuales se pierde la pista de los expulsados? No hay problema ni hay solución cuando se olvida que el asunto se refiere a personas y no a entes abstractos.Nos jugamos mucho en todo esto. La emigración es una de las expresiones más dramáticas de las contradicciones del mundo actual. Y la emigración clandestina es una pura tragedia. Por ello, reducir la emigración a un. problema de orden es una peligrosísima insensatez, especialmente en una zona como la nuestra, donde tan pocos kilómetros separan unas sociedades inmersas en el, subdesarrollo, la frustración y la desigualdad, de sociedades europeas desarrolladas y prósperas, a pesar de los nubarrones que tenemos encima. Nuestra propia experiencia nos debería vacunar contra este tipo de simplificaciones. No sé dónde estaban los que ahora intentan minimizar el asunto, cuando España era un país de emigración masiva, pero ¿había algo

más penoso que ver cómo nuestras gentes tenían que ir a buscar fuera el trabajo y el sustento que aquí se les negaba? ¿Hay algo más descorazonador que sentirte tratado como ciudadano de segunda o de tercera en los países más desarrollados que el tuyo? Ahora los trabajadores españoles ya no emigran. Pero, precisamente porque ésta ha sido nuestra historia, estamos obligados a entender y a compartir el drama de los que llegan a nuestro país porque se ven obligados a emigrar del suyo.Tampoco se puede simplificar lo ocurrido o peor aún,descalificarlo torpemente como

un episodio de deslealtad sindical o como un intento del PSOE de disimular responsabilidades anteriores en asuntos que nada tienen que ver con éste- por que está en juego nuestra propia cohesión social. Todos hablamos de solidaridad, por ejemplo. Pero una cosa es proclamarla y otra convertirla en realidad cotidiana en nuestra propia casa. Todos decimos que hay que ayudar a los países menos desarrollados y que no hay que mandarles peces, sino enseñarles a pescar. Pero cuando aprenden a pescar y pescan tenemos conflictos con nuestros propios pescadores y la solidaridad vacila y a veces salta por los aires. Todos decimos que en vez de enviarles ayudas circunstanciales hay que invertir en sus países para que tengan empleo y no se vean obligados a emigrar. Pero cuando un empresario cierra una fábrica aquí e invierte en un país subdesarrollado, un grupo de obreros españoles se queda sin trabajo y la solidaridad puede volver a quedar en entredicho.

Y dado, que a pesar de todo estos países siguen amarrados a sus pobrezas y a sus desigualdades y el flujo de gentes que huyen en busca de algo mejor no sólo no amaina sino que aumenta, lo peor que podemos decirles a nuestros conciudadanos es que la solidaridad sólo vale cuando las cosas van bien y se protege con mano dura cuando van mal. Nosotros todavía estamos a tiempo de encauzar el problema. El número de inmigrantes económicos en situación regular, con la documentación al día, es de unos 264.000, según los últimos datos -estadísticos, entre ellos los 100.000, en cifras redondas, que el Gobierno socialista hizo aflorar y regularizó entre 1991 y 1993. Según los cálculos más fiables de diversas organizaciones, entre ellas los sindicatos y varias ONG, quedan unos.50.000, que se podrían beneficiar de un nuevo proceso de regularización que, de hecho, ya se abrió hace algún tiempo.Cierto que, al mismo tiempo, se siguen produciendo entradas clandestinas que generan nuevas situaciones irregulares. A la vista de los hechos, la pregunta es cómo se enfocará el asunto. ¿Seguirá el Gobierno poniendo por delante el problema del orden, con todas sus consecuencias? ¿o seremos capaces, entre todos, de tomar medidas que integren y no que dividan, que expliquen y no que confundan y exciten los ánimos? Y, sobre todo, ¿seremos capaces de hacer la indispensable pedagogía cada, hora y cada minuto? En la pasada legislatura, pese a las broncas y a las crispaciones cotidianas, en el Congreso de los Diputados fuimos capaces de acordar algunas líneas comunes para el tratamiento de tan enorme problema: no cerrar todas las puertas, sino regular el flujo inmigratorio con cupos o contingentes, mejorar la legislación, como ya se hizo con el reglamento de extranjería, promover la integración social y cultural de todos ellos a través del Plan de Integración de los Inmigrantes, cooperar con los países de nuestro entorno y llegar a un acuerdo entre las fuerzas políticas, los sindicatos, los empresarios y las organizaciones no gubernamentales para conseguir todo ello sin romper la cohesión de nuestra sociedad.

Pues bien, nada de esto se podrá hacer si la lógica que predomina es la de las expulsiones de Melilla. Este problema no se puede resolver con gestos de prepotencia y medidas de fuerza, ni se puede justificar como una simple cuestión de orden, ni menos todavía se puede reducir a la siniestra alternativa formulada por el señor Velázquez, alcalde-presidente de Melilla: si es mejor drogar a los inmigrantes expulsados o molerlos a palos. Por esta vía vamos a la confrontación interna, a la ruptura de nuestra propia cohesión, al fomento de los aspectos más miserables de nuestra forma de vida y a la exaltación de los elementos más ruines de nuestra cultura colectiva. Nada hay más peligroso para una sociedad que empieza a sentirse insegura que convertir todos los conflictos y todas las contradicciones en problemas de orden. El orden es importante, pero no puede mantener a costa de la dignidad humana ni contra los principios fundamentales del sistema democrático. La política tiene muchas servidumbres y más que en ninguna otra tarea hay que saber siempre cuáles son los propios límites. Pero afirmar sin más que aquí había un problema y que ésta fue la solución, ¿no es arrasar demasiados límites?

Jordi Solé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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