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La derrota de Julien Benda

Fernando Savater

.De cuantos intelectuales han ejercido un magisterio influyente en la Europa de nuestro siglo, quizá no haya ninguno cuyas enseñanzas hayan sido tan conspicuamente abandonadas hoy como las de Julien Benda. Y, sin embargo, como hizo constar su lúcido admirador José Bianco, "durante veinte años Julien Benda ejerció un verdadero episcopado en la Nouvelle Revue Française, junto a Gide, Valéry, Claudel, Alain, Saurès".'Fue en el periodo de entreguerras; después de la segunda gran contienda mundial su prestigio comenzó a difuminarse, pero todavía con ocasión de su muerte -en 1956, casi nonagenario- Sartre le elogió desde la cima crítica que entonces ocupaba: "Vamos a echar en falta su vigilancia". Lo cierto es que ya estaba prácticamente olvidado y sólo el título del más célebre de sus libros, La trahison des clercs (que con cierta inexactitud puede traducirse como La traición de los intelectuales), flota aún por catálogos y bibliografías tras el naufragio del resto de su obra.

Benda siempre fue no sólo polémico, sino también particularmente incómodo: sus adversarios tuvieron que admirar la vivacidad de su estilo y su imaginación dialéctica, mientras que sus partidarios nunca pudieron aceptar del todo la radicalidad paradójica de las ideas que exponía. Fue maestro en el arte delicado de suscitar antagonismos. Su propia figura los encierra, y no pequeños: paladín de un intelectual históricamente desencarnado y abstracto, por encima de toda toma de partido sectaria, batalló con denuedo en las grandes confrontaciones que dividieron a la época, desde el asunto Dreyfuss al Congreso de Intelectuales, adoptando incluso posiciones tan controvertibles como su apoyo en 1949 a la farsa de los procesos de Moscú. Quiso ser frío, exacto y científico en sus argumentaciones, pero lo más memorable de ellas es el apasionamiento sabiamente retórico con que las razonó y lo desconcertante y a menudo caprichoso de la erudición que adujo en su apoyo. Una vez comentó que su sueño sería llevar una vida espiritualmente ascética en un medio confortable: "Leer la Imitación de Cristo en un buen cuarto del Ritz". Pero no hizo ninguna concesión a lo populista o trivial a fin de recabar fondos con los que financiar ese ideal.

En realidad careció de discípulos y de interlocutores (aunque no de imitadores forman legión quienes han querido o aún quieren reinventar el éxito de La trahíson des clercs aplicando la fórmula censora a uno u otro gremio), y quizá en eso mismo estriba la fascinación que ejerció sobre' varios de sus más distinguidos contemporáneos. El último número de la excelente revista valenciana Debats le dedica un dossier donde pueden leerse testimonios agridulces de André Gide, Walter Benjamin o Norberto Bobbio. Y no es del todo descabellado imaginar que si alguno de sus libros pudiera ser encontrado ahora fuera de las librerías de viejo, quizá alcanzase una relativa notoriedad: la de sostener las ideas más desvergonzadamente opuestas a las hoy mayoritarias que quepa concebir. No me refiero a que Julien Benda sea políticamente incorrecto, sino a que resulta políticamente incomprensible, que es un pecado mucho más grave y la derrota definitiva ante el espíritu de este siglo. Un fracaso que Benda previó y del que se enorgullecía, a juzgar por la carta que escribió en sus últimos años a un par de directores de revistas literarias: "Mi sombra le quedará infinitamente grata si puede usted conseguir que mis colegas no me dediquen artículos necrológicos. Sólo he conocido, de casi todos ellos, hostilidad, malevolencia sistemática. Deseo que continúe ese tratamiento de favor y no quiero sufrir los miramientos hipócritas, hasta los pequeños elogios que las conveniencias les impondrían necesariamente".

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Me hago estas consideraciones releyendo su Discurso a la nación europea, respuesta en parte a los dedicados el siglo anterior por Fichte a la nación alemana, El librito fue publicado en 1933 -no necesito subrayar la importancia de la fecha-, y responde a una vocación europeísta ligada a su propia idea del intelectual: e': retrato de Erasmo siempre presidió sus diversos cuartos de trabajo. Sin embargo, ¡qué remota y casi fantástica nos resulta la Europa que reclama Julien Benda!, Algunos de nosotros podemos simpatizar bastante con su antinacionalismo, expresado con virulencia casi profética: "Intelectuales de todos los países, debéis recordar a vuestras naciones que están perpetuamente en el mal por el simple hecho de que son naciones... Plotino se avergonzaba de tener un cuerpo; vosotros debéis avergonzaros de tener una nación... Atraed con todas vuestras fuerzas el ridículo sobre la pasión nacionalista" Pero sólo los, muy audaces le se.guirán por aquí hasta las consecuencias que le parecen evidentes. Nada reverencia tanto nuestra época como las diferencias entre culturas (o más bien, entre simples costumbres) y la diversidad de sacrosantas identidades, cada una de las cuales cuenta con, celosos adalides y administradores que defienden el distinguo porque en ello les va el poder; pues bien, Julien Benda previene contra esta proliferación de interesados narcisismos: "Constructores de Europa, no os engañéis: todos los sectarios de lo pintoresco están contra vosotros" ¡Pero es que un mundo del que se desvanece el pintoresquismo multiforme será mortalmente monótono! Mejor, dice Benda: "Europa será seria o no será. Será mucho menos 'divertida' que las naciones, las cuales lo son ya menos que las provincias". ¿No perderemos entonces la calidez de lo entrañable, de lo hogareño y nutricio? Necesariamente, concluye implacable: "Ahora tenéis hogares, esposas, hijos, bienes, rentas, colocaciones. Estas cosas... os ligan a vuestras naciones, os hacen solidarios con su suerte. No es así como haréis Europa. Europa es una idea. La harán los devotos de la Idea, no los hombres que tienen hogar". Toma ya.

Para ser justos, hagamos notar que Benda no se opone a la diversidad misma de lo pintoresco (que, como cualquier persona sensata, considera inevitable y perpetua), sino a la complacencia en ella, a su beatificación como la expresión más alta de lo humano. Porque la más alta cota de lo humano es el concepto, cuya inmaterialidad abarca las diferencias en la unidad que las trasciende, no la sensibilidad que se regodea en el polimorfismo material de las apariencias. La ciencia se sitúa así por encima de la literatura: "El espíritu científico, como se ha dicho excelentemente, es la identificación de lo diverso. Podría añadirse que, simétricamente, el espíritu literario (al menos moderno) es la diversificación de lo idéntico". La conclusión no puede dejar lugar a dudas: "Europa será más científica que literaria, más intelectual que artística, más filosófica que pintoresca". Y los grandes genios del espíritu literario son los que se pusieron al servicio de lo universal, no de lo nacional. La obje-

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ción salta de inmediato: esos talentos universales lo fueron desde el enraizamiento en lo nacional. ¿Quién más inglés que Shakespeare, más italiano, que Dante más español que Cervantes, más francés que Voltaire? Julien Benda no lo cree así. No está claro que otros autores mucho menores no hayan sido más "nacionales" que ellos, aunque nos produzcan menor orgullo colectivo. Los' grandes escritores han predicado lo universal, no lo nacional, fueran de donde fuesen: "Treischke y Barres eran eminentemente nacionales; no sirvieron a lo universal. Erasmo y Spinoza lo sirvieron y no tenían nación.. Haréis Europa con lo que digáis, no con lo que seáis". Porque Europa provendrá del espíritu, que es voluntad libre, y no del ser, que es adscripción necesaria: "No hay un Ser europeo". Y también por eso Europa no debe ser concebida según límites e intereses materiales, sino desde un principio espiritual permanentemente expansivo: recordemos el ejemplo del Imperio Romano, que se hundió cuando negó a los bárbaros el derecho tanto tiempo vigente de acogerse en su órbita.

Fiel a estos criterios, Benda añora el latín como lengua común de cultura y deplora el momento en que hasta la oración se hizo nacional. La Europa proyectada deberá tener también una lengua común, un lenguaje racional. y preciso que sea más apto para expresar la clara objetividad del espíritu que la confusa diversidad de los subjetivismos sentimentales. Y esa lengua, afirma ufano Julien Benda, ya existe, no hay que inventarla: es el francés. ¡Ay, con lo bien que iba! ¡Después de habernos prevenido tan adecuadamente contra "la mala fe y la injusticia inherentes al nacionalismo"! El literato puede desprenderse de todos los parentescos carnales que le esclavizan a lo particular, menos de la mística de su lengua. Pero quizá esta contradicción final es la que nos hace más próxima la altivez de su discurso derrotado en favor de una Europa imposible.Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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