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Tribuna
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Fin de curso

Hubo un tiempo en que los intelectuales se sentían halagados cuando se les citaba en la televisión. Ahora, lo apropiado es no aparecer en la pantalla. En menos de lo que nadie habría supuesto, la televisión ha sido invadida por la barriada, los bares de obreros, las señoras de la limpieza y los pensionistas humildes. Incluso cuando sale alguna celebridad se tiene la impresión de que han acudido a esas áreas sociales por alguna razón benéfica y están allí para dar contento a gentes que se lo merecen tanto o más que todas las demás. Los mismos presentadores famosos dan a pensar que no se encuentran a gusto con lo que hacen, empezando por Isabel Gemio, y que si siguen en ello es porque les pagan bien y también por no decepcionar a ese público que todavía encuentra alegrías en los programas de la televisión. Los recuentos de audiencia dan millones de telespectadores para Médico de familia, para Hostal Royal Manzanares y cosas así, pero habría que averiguar, fuera de la barriada, con qué nivel de rendición se soportan estas series a falta de algo mejor.Incluso Canal +, que hace pagar por ver sus películas, se cuida de que no se encuentre una que merezca la pena verse y así aumente la razón de los no abonados y abonados que siguieron a Morgan y a Aragón. Hay incontables noches en que lo más digno es el Teletexto. Allí no se cuentan chistes verdes, no se ven astracanadas, no se disfrazan Los Morancos con vestidos de mujer, no se oye a Sal y Pimienta, no sale Amedo y Baeza discutiendo sobre los GAL, no hay siquiera niños que imitan a los cantantes. El Teletexto es, hoy por hoy, la opción más conveniente y discreta. Silencioso, interactivo, letrado, servicial. Llegada a la cima de su desarrollo audiovisual, la televisión ha dado, por fin, con la clave para sobrevivirse: acabar con el sonido y con la imagen.

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