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Reportaje:Paisajes de guerra con Chechenia al fondo /3

El zar Boris

El autor encuentra paralelos y similitudes entre el 'demócrata' Yeltsin y los líderes serbios

A la salida del aeropuerto internacional de Moscú, la transformación veloz del paisaje urbano en el lapso de los últimos cinco años desorienta hasta el aturdimiento. En la nueva autopista que conduce a la capital, anuncios de Stella Artois y Marlboro clavados en las farolas dan la bienvenida al viajero. Pronto les sucederán los de Fuji, Lucky Strike, Sanisung, Campari, Camel y otros productos rusos y occidentales. Pero, conforme el taxi se interna en la ciudad, su publicidad es eclipsada por carteles inmensos, ubicuos, plantados a lo largo de paseos y avenidas. Borís Yeltsin, impecablemente vestido de estadista, estrecha la mano del popular y populista alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, que ha limpiado eficazmente el centro de la ciudad de indeseables y mendigos, reducido la inseguridad callejera sin tocar un pelo a la mafia, controlado con mano férrea a los habitantes de origen caucásico, edificado grandes bloques de viviendas de clase media y completado el flamante anillo de autopistas que rodea la capital. Las siluetas del presidente y el alcalde, sobreimpresas en un fondo de murallas del Kremlin y cúpulas de iglesias doradas, se revisten así del respeto e imantación del símbolo del poder absoluto y de una Iglesia nacional, fiel servidora durante siglos de la aristocracia y expansión imperial de los zares.Los cuadros de miseria de 1990 son menos visibles: el alcalde la ha barrido bajo la alfombra. Ahora, el 80% de la población rusa caída en la pobreza desmedra en la inmensa periferia de industrias desmanteladas y fábricas en ruina. Con todo, los contrastes brutales subsisten: los ex grandes almacenes estatales Gum, en la Plaza Roja, han sido colonizados por los perfumes franceses y United Colors of Benetton. Sus clientes evocan a menudo los de cualquier ciudad occidental. Ejecutivos rusos con su correspondiente maletín negro imitan la indumentaria de sus colegas norteamericanos, mas su traza y modales de nuevos libres y nuevos ricos delatan la bisoñez de su status: como las muchachas que recorren las arterias del centro, copian los ademanes y gestos de los modelos retratados en Cosmopolitan aunque sin soltar aún del todo el pelo de la dehesa: son los nuevos rusos. Horas más tarde, les atisbaré en la pantalla disfrazados de jugadores de tenis, con los atributos del jugador de golf, sudorosos y torpes, a manotazo limpio con sus raquetas o dando palos de ciego a la bola a escasos metros del hoyo elusivo y burlón que cifra sus ansias de encumbramiento y respetabilidad. Como escribía el general Alexandr Lébed, uno de los candidatos a la elección presidencial, antes de su reciente investidura de delfín por Yeltsin para asegurarse la victoria en la segunda vuelta de los comicios: "En Rusia hay prácticamente dos gobiernos. Uno con un presidente envejecido [ ... ] y otro de estructura totalmente distinta, más duro, más resuelto. Tenemos millones de indigentes con pensiones miserrimas y ninguna compensación por su vida de trabajo. Pero los criminales viven con sus Mercedes, sus villas, sus vacaciones en Canarias. El Gobierno cobra impuestos a los hombres de negocios y la mafia percibe también su parte de cuantos no quieren saltar con su automóvil por los aires [ ... ] ¿Cómo puede una persona honesta sobrevivir en un país así?". (The Moscow Times, 1 de junio de 1996).

Pasar del vestíbulo y salones del hotel M -con sus huéspedes extranjeros y rusos asociados en la compra voraz de ruinosas empresas estatales, mesas y tresillos ocupados por llamativos guardaespaldas y conciertos de música de cámara ejecutados por un cuarteto de pelucas níveas y trajes dieciochescos- al bullicio y agitación de los jardines y espacios aledaños a la vecina estación de metro sobrecoge a quienes visitaron la capital en los gloriosos y ya remotos tiempos de la "construcción del socialismo".

Al atardecer de los largos días del verano ruso, los jubilados víctimas de su reconversión a la economía de mercado y desplome vertigioso del rublo se alinean a escasa distancia de la Plaza Roja con su heteróclito muestrario de mercancías. En línea recta con disciplina casi cuartelera, como en los buenos tiempos de la patria soviética.

Si alguno se adelanta y rompe la fila, un cabo improvisado, astroso como él, le llama inmediatamente al orden. La escena me recuerda un episodio de la primera y más bella novela de Solzhenitsin. Abuelas, viejos con patéticas con decoraciones de héroes del trabajo, funcionarios venidos a menos, mujeres flacas con calcetines gruesos y zapatillas, jóvenes de apariencia enfermiza ofrecen al viandante bolsas de plástico, una litrona gigante de Pepsi-Cola, botellas de un líquido sospechoso e indefinido, vodka barato, pan, cigarrillos, marcados con el signo indeleble de la decrepitud y desdicha, con el rencor y amargura adheridos al rostro.

Un poco más lejos, vendedores callejeros pregonan periódicos y revistas con retratos de Stalin, publicaciones y folletos nacionalistas y antisemitas. Varios corros discuten acaloradamente de política, comparan los "méritos" respectivos de las candidaturas de Zhirinovski y Ziugánov. Bajo el arco que introduce a la plaza, mujeres con crucifijos colgados del cuello se santiguan y pasan el cepillo de las limosnas. Algunos feligreses, guiados por un pope, pasan frente a las nuevas iglesias reconstruidas frente a las murallas del Kremlin y el clausurado mausoleo del Padre de la Revolución.

De vuelta al hotel, sigo las incidencias de la campaña electoral en los informativos de la televisión rusa. Mientras los demás candidatos aparecen fugazmente, cronometrados con cicatería, el Zar Borís goza de un tratamiento magnánimo, atento y adulador. Sucesivamente le admiro bailando, fianqueado de guardaespaldas, con una preciosa niña rubia vestida con un traje folclórico; en su papel de bondadoso autarca o Papá Noel, prometiendo miríficos aumentos de pensiones y salarios atrasados a empleados y obreros; de pronto, con sus ojos aviesos y cara de malas pulgas arengando a una audiencia de militares; en un concierto juvenil de rock, contoneándose con la gracia alígera de un Jesús Gil en medio de un grupo de hinchas. Permanezco al acecho del broche final (¿El lago de los cisnes, en émulo de Nureiev?) mas el sueño me vence y me quedo con las ganas.

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El vilipendio y difamación del futuro reo, elemento clave de la propaganda ultranacionalista serbia para justificar el genocidio de los musulmanes, ha sido utilizado hasta el paroxismo por Yeltsin y sus asesores, como chivo expiatorio de su desastrosa política económica, gansterización de la sociedad y hundimiento de la mayoría del pueblo ruso en abismos de miseria física y moral que traen a las mentes los descritos por Dostoievski y Gorki. La definición del checheno como "bandido", "criminal" y "mafioso" justifica las atrocidades de una guerra de exterminio contra un pueblo que acumula tanta abyección e infamía. Como escribía recientemente el periodista Yevgueni Ijlov: "A la sociedad rusa [...] se le ha ofrecido en bandeja, en el momento oportuno, un adversario ideal, compuesto de mafia caucásica y 'fundamentalismo islámico'. Una confrontación entre 'rusos' y 'caucásicos', sin la menor propuesta de diálogo cultural entre ambos, conduce así a una conclusión rápida: la de que desaparezcan [los otros] de nuestra vista".

La receta de Milosevic y sus compadres serbobosnios de "volver sospechosa a la víctima, empañar su imagen, construir una figura de enemigo lo suficientemente turbia como para asegurar el reposo moral del testigo lejano" es en efecto -como han observado muy bien Véronique Nahoum-Grappo e Yves Cahen-, la de Yeltsin y Grachov. Occidente, escaldado por el rumbo de los acontecimientos en Afganistán y erróneamente convencido de la necesidad de preservar las "conquistas democráticas" del presidente ruso hacia una economía de mercado, no interviene ni intervendrá. Nadie o casi nadie reaccionará como el personaje de Tolstoi, Marya Dmitrievna, cuando apostrofa a sus paisanos después de una operación de limpieza contra los "forejidos" del imam Shamil en la novela antecitada. "¿Qué guerra? Son ustedes unos asesinos, esto es todo".

Mas los paralelos y similitudes entre el demócrata Yeltsin y los dirigentes serbios no concluyen aquí: del mismo modo que Milosevic paralizó el funcionamiento de la Federación yugoslava y lo vació de su contenido a fin de deshacerse de su presidente Ante Markovic y erigirse en jefe y paladín de la Gran Serbia, Yeltsin se valió del compló militar de agosto de 1991 para desmontar la compleja armazón de la URSS y liquidar a Gorbachov. Si ahondamos aún este cotejo, descubriremos que Yeltsin ha aprendido mucho también del doble lenguaje de sus amigos Milosevic y Karadzic -recientemente condecorado por él con la Cruz de San Andrés pese a su enjuiciamiento por crímenes de guerra por el Tribunal de La Haya- cuando multiplica sus vagarosas promesas de concordia mientras opta por la solución militar y completa la devastación de Chechenia.

En vísperas de la cumbre del G-7 en Moscú, el presidente ruso cubrió fugazmente su faz abotaga da de camorrista con una mascarilla de columbina inocencia, destinada a seducir a sus huéspedes. Las matanzas y bombardeos prosiguieron, pero el viejo apparátchik, ducho en el arte de mentir sabiendo que se miente, se sacó de la manga inesperados planes de paz e improvisadas promesas de tregua con el designio de hacer escardillo y deslumbrar de modo efímero, pero en el buen momento, a los colegas occidentales de cuya ayuda depende.

Desde el 27 de mayo, fecha de la firma del protocolo destinado a parar la confrontación armada y proceder al intercambio de prisioneros con la delegación chechena encabezada por el presidente Zelijmán Yanderbiev, hasta el acuerdo alcanzado en Nazrán, en la vecina República de Ingushetia, entre el ministro de Nacionalidades ruso, Viacheslav Mijailov, y el jefe del Estado Mayor de las fuerzas independentistas, Aslán Masjádov -acuerdo que prevé la retirada del Ejército ruso a fines de agosto y el aplazamiento de las elecciones parlamentarias chechenas organizadas por el régimen títere de Doku Zavgáiev, pero, omite la cuestión crucial, de la independencia-, Yeltsin ha alternado sus declaraciones apaciguadoras y belicistas en función del público a quien se dirigía. Conforme a su natural propensión a la versatilidad, tan bien descrita por Tolstoi en su retrato de Nicolás I, sostiene sin rebozo ni aparente embarazo dos posiciones irreductiblemente antagónicas: presentarse como un hombre de paz ante sus potenciales electores jóvenes mientras descargaba en los hombros de su impopular ex ministro de Defensa la tarea de predicar "el aplastamiento de los bandidos".

La confusión pareció aclararse un tanto el 28 de mayo: tras retener corno rehén en Moscú al presidente checheno, Yeltsin voló a Osetia del Norte y de allí en helicóptero al aeropuerto militar de Séverni, cerca de Grozni, base del Regimiento Motorizado 205. "Habéis ganado la guerra", dijo a los jefes y oficiales del Ejército. "Hemos destruido el régimen criminal". Palabras dirigidas a calmar, claro está, la cólera de los mandos, casi todos ellos partidarios de Zhirinovski y Ziugánov, al borde del amotinamiento tras el encuentro en el Kremlin con el sucesor de Dudáiev. Eludiendo airosamente el peligro (¡siempre por los aires!) de su campaneada visita a Grozni -en cuyo núcleo atrincherado habían dispuesto aprisa y corriendo un pequeño helipuerto redondo como una pista de baile-, el presidente se limitó a estrechar las manos a los cosacos de una aldea chechena y proclamar de modo solemne: "La República de Chechenia está en Rusia y no en otra parte".

En los siguientes días, en tanto que los acuerdos de alto el fuego -como el anunciado unilateralmente por él el 31 de marzo- no se cumplían y proseguían las operaciones especiales, Yeltsin lanzó la idea de "una amplia autonomía" similar a la de Tatarstán y alentó las previstas conversaciones de paz, primero en Daguestán -frustradas por el sitio de la ciudad de Shalí y el asesinato del comandante independentista Rashid Barguishev cuando acudía a parlamentar con los asediadores- y luego en Ingushetia. Pero la imperiosa necesidad de alargar las negociaciones y evitar un nuevo descalabro al Ejército a fin de impulsar y dar bríos a la campaña presidencial cuajó finalmente en el acuerdo de paz del 10 de junio. Las numerosas concesiones a las exigencias chechenas -suspensión de las elecciones parlamentarias bajo control ruso, levantamiento del cerco de aldeas, desmantelamiento de los puestos de vigilancia e inspección de las carreteras, etcétera- no inspiran excesiva confianza a los mandos independentistas. Los pactos del 30 de julio de 1995, firmados tras la audaz incursión de Shamil Basáiev en Budiónnovsk -en los que se estipulaba también la retirada gradual del Ejército y el desarme checheno, excepto el de pequeños grupos de autodefensa en las aldeas-, se convirtieron pronto, como el presunto alto el fuego posterior de Yeltsin, en letra muerta. El mantenimiento de los chapuceros comicios parlamentarios por el gobierno prorruso de Zavgáiev, en flagrante violación de los acuerdos, es un primer signo indicativo del continuo doble juego de Moscú.

El objetivo de Yeltsin de ganar a toda costa las elecciones, le fuerza a arrojar lastre y ceder en apariencia, pero ¿qué ocurrirá después de su probable victoria en la segunda vuelta? ¿Aceptarán los chechenos la desmilitarización de su minúscula república sin más garantías que la volubilidad y frecuentes cambios de humor del amo del Kremlin? ¿No entrará en juego una nueva serie de cambios semánticos como los que transmutaron las ofensivas sangrientas del Ejército en operaciones especiales y los siniestros campos de internamiento, tortura y asesinato en puntos de filtración? Para rizar el rizo, un triunfo eventual de Ziugánov, en opinión de muchos independentistas, daría agallas a los jefes y oficiales más pendencieros y agravaría la situación.

El apoyo de EE UU y la UE a Yeltsin revela una vez más que las cancillerías occidentales sacrifican los principios democráticos y derechos humanos en aras de sus intereses. La admisión de Rusia en el Consejo de Europa, los nuevos créditos del Fondo Monetario Intemacional (FMI), las visitas de apoyo a los dirigentes de París, Londres, Bonn y Washington patentizan un profundo desconocimiento de la realidad rusa y del papel de Yeltsin como supuesto heraldo de la economía de mercado, sostén de demócratas y martillo de comunistas.

¿Qué importa un pequeño pueblo de un millón y pico de almas cuyo único crimen, ya secular, estriba en su mera existencia en el área estratégica de una gran potencia con "vocación imperial"? El FMI sigue financiando una empresa bélica cuyo costo diario se cifra en millones de dólares. ¿Es el genocidio un asunto puramente interior ruso y toda condena exterior una injerencia inadmisible y humillante? El llamamiento dirigido hace unos meses por la viuda de SáJarov, Yelena Bonner, al secretario general de la ONU se eleva contra este embotamiento moral: "Aunque no apruebo ni el tono ni el estilo del [luego asesinado] general Dudáiev, tiene razón en lo esencial. La responsabilidad del nuevo genocidio en Chechenia incumbe a Yeltsin".

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