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Reportaje:PLAZA MENOR - CASA DE CAMPO

Irreales sitios

Hasta que se generalizó el uso del automóvil a los madrileños le bastaba la Casa de Campo para hacerse una idea de lo que era el ídem. Madrid era y es una ciudad de aluvión que se precipitó por sorpresa sobre una bucólica villa de agricultores por un capricho de Felipe II. Con el paso de el tiempo, los descendientes de aquellos invasores y los allega dos, día a día, en sucesivas oleadas, fueron olvidándose de cómo era el agro para enraizarse sobre el yermo urbano. Wenceslao Fernández Flórez parodió este arquetipo madrileño en uno de sus cuentos: un oficinista tenía que ser reanimado con humo de cigarros puros tras sufrir un desmayo al respirar a pleno pulmón en su primera excursión campestre; un síntoma de lo que hoy podría definirse como "síndrome de Woody Allen".El mismo monarca que se encaprichó de Madrid tuvo también su antojo con la Casa de Campo y les compró la finca a sus fieles vasallos aborígenes, los Vargas, linaje de los patronos de san Isidro, que no tuvieron más remedio que vendérsela y quedar eternamente agradecidos por tal honor a un monarca al que sólo las crónicas españolas adjetivan como prudente.

La Casa de Campo fue finca de recreo, en las más amplias acepciones de la palabra, tanto de los Austrias como los Borbones que confirmaron con su asiduidad la acertada elección de su antecesor en el cargo, olvidando viejas querellas dinásticas. La Casa de Campo pasó a ser patrimonio del pueblo de Madrid en el glorioso año de 1931 y desde entonces los hijos del asfalto y del agobio urbano, agradecidos, le han prodigado sus favores, que no sus desvelos, organizando bajo sus frondas, celebraciones y reivindicaciones, meriendas familiares, incluso guerras civiles; allí se han amado, manifestado, matado, hermanado, prostituido... Los hay incluso que han aprendido a navegar, a jugar, a recolectar espárragos o lilas, los que han recibido su bautismo aéreo en el teleférico, han visto su primer león al natural en el Zoológico, su primer toro en la Venta del Batán y han sufrido su primer ataque de vértigo en el Parque de Atracciones.

El cronista, no muy bien, dotado para la náutica, recibió su bautismo, por inmersión al naufragar en las aguas del lago, rito que luego confirmó en el estanque del Retiro. La diferencia entre estanque y lago, marca también la diferenciación entre un parque urbano y uno asilvestrado. La Casa de Campo mil veces profanada, parasitada de auto móviles, perseverantemente hollada por las multitudes, mutilada y contaminada, sigue manteniendo el tipo, su carácter rústico, su aroma de jungla, más bien de sabana, para los niños que desconfían de las aventuras programadas a las que se accede pulsando un botón o introduciendo una moneda en la ranura.

Para reforzar la cualidad selvática de la Casa de Campo volaron de sus jaulas urbanas cientos de pájaros exóticos que han colonizado árboles y frondas para gran disgusto de las urracas autóctonas. Otras aves inmigratorias corren peor suerte en las cunetas de estas carreteras depredadoras, aves al acecho, no de sus presas sino de sus cazadores nocturnos, aves sin nido, de plumaje humano y deshumanizada vida, que un día creyeron en las falsas promesas de un paraíso blanco, civilizado y hospitalario con oportunidades para todos. Cuando el horario de verano prolonga artificialmente la luz diurna, al sol del crepúsculo las infelices prostitutas, esclavas del hambre y de la droga, de sus proxenetas y de sus clientes motorizados, desvelan sus encantos y sus miserias cada vez más cerca del lago, de un lago amenazado de convertirse en charca palustre, del que desaparecieron todas las barcas y casi todos los patos. Los pocos que subsisten parecen reclamo de cazadores o palmípedos alquilados por el municipio por su fotogenia.

Unas desafortunadas obras, supuestamente de mejora, pudrieron hace poco las aguas que se infectaron de algas. Y en éstas estaban, cuando este inoportuno cronista se acercó a sus riberas y restó oídos a las quejas de los paseantes y de los inquietos camareros de unos chiringuios al borde de la estructuración y de la optimización dictada por los siempre temibles gestores municipales. Pero la inoportunidad del malévolo cronista se vio esta vez castigada. Ya había escrito su reivindicativa crónica, documentada por los acerbos comentarios de los paseantes y os camareros. Ya estaba su artículo a punto de publicarse en estas páginas, cuando en la primera de este suplemento apareció, con pato y surtidor incorporados, una fotografía que daba cuenta de la milagrosa resurrección de aquellas aguas, libres de algas putrefactas tras una enérgica y rauda acción de las autoridades competentes. Del degradado entorno que pudo ver y oler en su desafortunada expedición sólo salvaba en su primer relato este cronista la inmejorable y casi indestructible panorámica de la urbe que desde las orillas del lago se contempla: el Palacio Real, la Almudena, el edificio España y la Torre de Madrid y a mano izquierda (que es uno de los puntos cardinales del madrileño urbano) el imposible faro de la Moncloa, 92 metros de homenaje al 92 y a la capitalidad cultural.

Volvió, el que esto suscribe, a reparar sus culpas junto al lago redimido para rectificar, no por sabio sino más bien por frívolo, su comentario, pero encontróse con que su rectificación no daba para mucho. Vio al pato solitario y no vio algas, pulverizadas le contaron por un eficaz alguicida. Libres de ellas brillaban de nuevo, bajo medio metro de agua, artísticas latas y refulgentes botellas. No vio barcas pero no esperaba verlas porque ya le advirtieron que sólo volverán cuando el lago recupere su nivel. Esta vez no quiso hacer caso el informador a un camarero alarmista que dijo no sé qué sobre ciertos problemas en un muro de contención que aconsejaban no incrementar demasiado el caudal ni botar otra cosa que patos. Quizá era el mismo camarero ilustrado que en la anterior ocasión achacaba el pudrimiento del lago a la traída de aguas del arroyo Meaques, que pese a su infame nomenclatura -decía- es río y mitológico, nada menos que el Miacum latino, estrechamente ligado a la fundación mítica de la ciudad. Vaya usted a saber. No se fe usted nunca de lo que digan cronistas urbanos y camareros eruditos.

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