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EURO 96

Memorable partido de España en Wembley

Espectacular juego de la selección, que cayó eliminada ante Inglaterra en los penaltis

Santiago Segurola

Uno a uno se dirigieron hacia la boca del túnel. Lágrimas en los ojos, el gesto de la decepción en el rostro, la fatiga de un partido enorme, de un partido que se había perdido en la ruleta de los penaltis, de un partido que llena de orgullo a nuestro fútbol. Uno a uno se retiraron los jugadores españoles, héroes de una tarde inolvidable, ganadores de lo que realmente importa: el juego. El resultado es doloroso, pero la selección dijo a todo el mundo que el fútbol español es mejor que el inglés, que sus jugadores tienen más talento, que la clase no encuentra sustitutos, que en Wembley hubo un equipo espléndido y otro que dependió de las cosas azarosas -de un gol mal anulado, de un penalti sin señalar, de la rueda de la fortuna en la tanda final- y de un portero que desempeñó con una gran autoridad durante todo el encuentro. Cuando se diga que sólo cuenta la estadística y el resultado, habrá que recordar esta actuación formidable en la vieja casa del fútbol. Para siempre quedará en la memoria, en las historias que se tejerán alrededor de aquella tarde en Londres, cuando la selección española se elevó con grandeza, coraje y juego sobre un adversario que admitió sin remedio su condición de inferior. Y eso vale más que cualquier cosa, pero sobre todo vale más que cualquier apunte contable en el libro de resultados.Fueron casi tres horas de drama y pasión sobre un escenario imponente. En las gradas, la abigarrada hinchada inglesa alentaba a su equipo con los viejos himnos. Pero el silencio se hizo demasiadas veces en Wembley. Jugaba España. La gente sentía el miedo y la aprensión. No podía cantar, ni gritar, porque la inferioridad de su equipo era incuestionable. Ningún antídoto mejor contra la ebullición de un estadio, Wembley o cualquiera, que el buen fútbol. Esa sencilla regla se rebela contra el ambiente, contra la intimidación de un escenario legendario, contra la condición de forastero. Desde la autoridad que le dio su juego, la selección acalló las voces, desarmó al equipo inglés y se puso durante varias fases al borde del gol y de la victoria.

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Si éste es el partido y el lugar que siempre soñó Clemente, se sintió recompensado. Nunca, su equipo ha ofrecido un fútbol tan hermoso, tan alejado en muchos conceptos del ideario que preconiza. Es cierto que el juego fue veloz, que el orgullo bordeó el fanatismo y que nuevamente afloró el agonismo del equipo -valores sustanciales del clementismo-, pero también es definitivo que el cuidado de la pelota resultó definitivo frente a un equipo que también preconiza los valores del fútbol físico y directo. Llegado el momento, decidieron los jugadores de criterio y clase, le gente que mejor utilizó el balón: el equipo español.

España montó el partido sobre una novedad táctica. Clemente volvió al 5-3-2, una fórmula que no había utilizado desde el Mundial de Estados Unidos. En la cola de la defensa, Nadal estuvo superlativo, exuberante en el corte y en el juego alto. Un caudillo. De ahí hacia adelante, todos interpretaron con grandeza el partido, algunos de forma tan visible como Sergi, que realizó un partido conmovedor por su despliegue y por su desafío a los abucheos de la hinchada inglesa. En realidad, era el signo del miedo a un futbolista imparable.

En la media punta, Kiko mostró todos sus perfiles. Ganó a los defensores ingleses por habilidad, astucia y poderío. Un futbolista demasiado singular para los herméticos defensas ingleses. Kiko intervino en la mayor parte de la larga producción de oportunidades del equipo español. Lleno de duende, superó a sus adversarios con paredes inmaculadas, fintas, sombreros y regates imprevisibles, como aquella cuerda de quiebros en la raya de fondo, defensa va, defensa viene, todos quebrados, algunos en el suelo.

Pero hubo un artista silencioso y magnífico, el rey de la madejita, Amor. Su concurso fue esencial para el buen uso de la pelota. Todo pulcritud, con un sentido tan pudoroso del juego que era emocionante verlo, Amor tiró del hilo con el virtuosismo de los jugadores que conocen su oficio de verdad. Por la vía de Amor, España se hizo con la pelota, que salió jugada con paciencia y criterio. Durante la primera parte, España pasó por encima de los ingleses, que sólo encontraron una oportunidad decente en el tercer minuto: un violento tiro de Shearer que despejó Zubizarreta. El resto fue un primoroso ejercicio español que debió concretarse en el mano a mano que falló Manjarín ante Seaman, en el gol de Salinas que anuló el árbitro, en las incendiarias carreras de Sergi por la banda.

El cambio de McManaman a la banda izquierda produjo algunos desajustes en el segundo tiempo. Fuera de los raids del dinámico jugador del Liverpool, Inglaterra era un equipo sufriente. Aunque el partido se rompió bastante por el cansancio general, la selección española tuvo más recursos que su rival. Siempre jugaba con el punto de autoridad que le faltaba a Inglaterra. Mientras los dos equipos discutían sus méritos, el partido entró en el último tramo. Atrás había quedado un penalti a Alfonso, unos cuantos ejercicios de habilidad de Alfonso y la excelente actuación de Seaman, que fue decisivo en la resistencia de Inglaterra hasta el final, de la misma manera que Gascoigne fue un lastre para su equipo.

El partido entró finalmente en una dinámica vibrante. En la prórroga, los jugadores españoles se sobrepusieron a la fatiga, al peso de una temporada demencial y a la fatalidad que les impedía conquistar la victoria que merecían. Wembley calló nuevamente. Su equipo estaba contra la pared y sólo apostó a la azarosa fortuna de los penaltis. Pero eso ya no es fútbol. Eso es una moneda al aire. Lo que valía era lo anterior, el formidable partido de un equipo que salió triste por el resultado, pero orgulloso de su fútbol. Un equipo que hizo fea a su gente en una tarde inolvidable. Una tarde en Wembley... Así comenzarán las historias.

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