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Tribuna
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El ojeo

De repente ha surgido la gran preocupación nacional, en la que todos parecen coincidir, caso singular de notorio consenso: hay que acabar con Garzón como sujeto que, en su función de juez instructor, se ocupa del caso GAL; hasta se debe acabar con él (al menos moralmente) si no hay otro modo de que deje de atender ese asunto. Porque la democracia se resiente, o intranquiliza; ¿cómo podrá aguantar la pobre democracia tan desaforado deseo de descubrir y mostrar lo que sucedió en el desventurado caso? Salvemos nuestra convivencia democrática, Garzón, à la lanterne, por excesivo y malintencionado celo, que también se puede morir de descubrimiento y de justicia.Desde que, allá por el año 1988, cuando Garzón aún no era Garzón y pretendió que unos policías llamados Amedo y Domínguez habían cometido un delito, lo que quedó demostrado y santificado por superiores instancias de lo judicial, ha tenido enemigos notorios y estentóreos. Después pasó a la política, volvió de la política y continuó sus pesquisas, y ya entonces creció el ámbito de sus enemigos, integrado ahora no ya por los sistemáticos defensores del orden policial (incluido cualquier desorden policial), sino por muchos ex correligionarios políticos, para los que pasó de símbolo de la decencia y excelso señuelo electoral a nuevo Bellido Dolfos que daba suelta, so capa de pesquisa, a sus más bajas pasiones. Pero ahora es que la cosa va más lejos, el tono llega, en algunos casos, a la obscenidad máxima, el acusado transformado en acusador justiciero, la solicitud ha alcanzado hasta el tercer círculo de opinantes y protagonistas políticos, y gente que tengo por sensata, desapasionada e inteligente se suma al coro, si bien de forma más consonante con su manera de ser, y por ello hacen abstractas llamadas a la prudencia, al sentido del Estado y a la autoestima que, quién lo diría, "hasta los jueces" deben tener.

Les confesaré que estoy un poco desconcertado, pero aún no convencido para inscribirme en esta cruzada, o más bien ojeo. Así, el problema, según se lee y oye, es Garzón. Y es cierto. Por los azares del reparto, casi todos los sumarios que tienen que ver con los GAL están en el Juzgado Central número 5, pues del que se encontró Garzón en 1988 cuando llegó al juzgado han ido brotando, por deducción de testimonios, los demás que existen, salvo excepciones; Garzón ha tenido, por lo demás, celo investigador, y además atesora en su cabeza la más amplia información y el conocimiento más profundo que del GAL existe, fuera de sus ámbitos propios de ejecución y de ciertos servicios de información. Acabemos con Garzón y se acabó la rabia. Los asuntos pasarían a otro juez, pero ya sería mala suerte que tocara uno tan empedernido. Así que Garzón es la víctima de su aplicación profesional.

Pero quizá el problema está en otro lugar; en los 27 asesinatos, en la conexión política, administrativa y financiera de su ejecución. Son sucesos de hace años, pero la cuestión política es actual; decisiones tomadas hace tiempo en el marco de una política son ahora un problema político, tanto para la lucha antiterrorista como para la fortaleza de los terroristas y su base social; éste no es un quiste, sino una herida abierta, y la caída de Garzón parece escaso remedio para esta llaga, sí, de nuestra democracia, que no va a poder digerir tan sin sentir aquellos hechos, viejos pero vivos, que por su magnitud, la estrategia que los inspiró y el descarnado y chapucero arte con que se ejecutaron, exceden con mucho del habitual bordeo de la ley propio de las costumbres que se usan en las tan mentadas cloacas,

Primero fue la derivación del asunto al terreno judicial (lo que no está en sentencia firme no existe); segundo, y casi simultáneo, la obstaculización clamorosa de la tarea judicial ("no se podrá probar"); tercero, persuadir al mensajero (Garzón); cuarto, destruirlo, y en eso estamos; técnicas todas para propiciar el olvido. Pero el asunto político está ahí: es una cuestión de legitimación del Estado en su lucha contra un grave y siempre sangriento problema político; no basta con decir nunca sucedió, porque sucedió; ni que se olvide, porque no se olvida, y menos en eI País Vasco; ETA no necesita argumentos, pero el Estado no puede dárselos; hace falta un palmario arrepentimiento y un ejercicio de responsabilidad ante el país; cosa muy distinta de la altanera negación de los hechos y de la discreta apelación a la desmemoria. Para todo ello, la caza de Garzón es, aun en el supuesto improbable (e injusto) de que tuviera éxito, otra chapuza, y además, contraproducente.

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