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Reportaje:VA DE RETRO

Mi vecino está hecho un toro

Alfonso Alonso Angulo lleva toda su vida de conserje en la Monumental de Las Ventas

La mayoría de los toreros de niños hubieran palidecido de envidia al ver la suerte que tenía Alfonso Alonso Angulo. Hijo, nieto y bisnieto de conserjes de la plaza de toros, Alfonso nació en 1926 en la antigua plaza de Goya y siempre ha vivido junto al ruedo. Con sus compañeros de clase hacía diariamente realidad el sueño a veces imposible de todo matador, torear en la primera plaza del mundo."En aquellos años los niños apenas si jugábamos al fútbol. Lo más normal era jugar al toro en la calle. Yo me bajaba con los amigos del colegio Caldeiro y toreábamos en la mismísima plaza. Era mucho más emocionante". Con el tiempo, Alfonso dejó de jugar y recogió el capote que le tendió su padre, convirtiéndose en conserje, pero ya de Las Ventas.

"Eso y hacer banderillas han sido los dos únicos trabajos de mi vida", asegura. Jubilado desde el 91, se mudó a un piso muy cercano a la Monumental, no sin antes pasarle el cargo a su único hijo. "Él es ya la quinta generación de conserjes y espero que la tradición no se rompa con mi nieto".

Pese a tanta vinculación taurina, las cinco generaciones han preferido ver los toros desde la barrera. Sólo Alfonso sintió el gusanillo de vestirse de luces e incluso a los 15 años, animado por Luis Miguel Dominguín y sus hermanos, saltó al ruedo para lidiar una becerrada. Lo malo es que la enfermería estaba demasiado cerca.

"Desde niño quise ser torero, pero el corazón me dijo que no. Tenía mucho miedo. He entrado demasiadas veces en la enfermería y me di cuenta que aquello no era lo mío". Y, aunque la memoria se atasca con las fechas, relata el sinfín de cornadas de las que ha sido testigo. "Han sido muchísimas. La que más me impresionó fue la que recibió un novillero, Maganto, en una becerrada. El muchacho se había agarrado a mi mano y yo veía que se me iba por momentos. Afortunadamente, se recuperó"..

Otros corrieron peor suerte, como Pascual Márquez, Félix Almagro o El Coli, un banderillero de cuya muerte tuvo que dar cuenta al presidente de la corrida. "Era el marqués de la Valdavia y le tuve que pedir que la suspendiera. Son siempre momentos sobrecogedores, porque se propaga rápidamente el murmullo por la plaza y los toreros con esa tensión ya no pueden hacer la faena". Esa otra cara de la feria ha teñido el recuerdo de Alfonso con una pátina triste hasta el punto de que al rescatar anécdotas, destaca sin dudar la vuelta al ruedo del cadáver de Antonio Ordóñez y de El Yiyo. "Escuchar en el silencio de la plaza sólo el grito de 'torero, torero' me llegó al alma".

Esa crónica negra no ha mermado sin embargo, su afición, compartida con toda su familia. "Hasta mi mujer, que llegó a Las Ventas cuando nos casamos, se ha convertido en una gran aficionada. No se pierde ni una sola corrida. Nos vemos hasta los conciertos", aunque ese cambio radical de ambiente siempre le hace sufrir. "Quiero mucho a esta plaza y cuando veo a los chavales hacer una pintada o una pifia lo paso fatal", asegura.

Jamás ha pertenecido a una peña taurina, pero sus amigos hay que buscarlos entre toreros y aficionados, aunque reconoce que esa afición no ha sido ajena al correr del tiempo. "Hay muy buena gente, pero yo creo que a los de antes les gustaba mucho más la fiesta, ahora hay más ficción". Dice que eso se nota en el bajón que da el público en cuanto se echa el cierre a San Isidro y en la falta de consideración que a veces observa hacia el torero. "Después de San Isidro ya sólo vienen los entusiastas de verdad, los buenos, los que aprecian el valor de un hombre que le planta cara a un toro. Porque ahora hay muchos aficionados que confunden las cosas y si una faena es poco meritoria, en lugar de guardar silencio por el hecho de que un hombre se está jugando la vida, y abroncarle al final, empiezan rápidamente a chillar". Y hablando de broncas, es inevitable el nombre de Curro Romero. "Es que sin duda, es el torero que más expectación levanta. A pesar de su edad, Curro siempre llena la plaza".

Gracias a su oficio, ha podido conocer de cerca a la aristocracia, actores y gente de la farándula que salpican las gradas porque la Monumental continúa siendo un paso obligado cuando se visita Madrid. De todos, recuerda especialmente a María Félix, Yvonne de Carlo o Ava Gardner a quien regaló un par de banderillas porque la actriz se lo pidió personalmente, sin olvidar a la condesa de Barcelona, "una gran aficionada con la que da gusto hablar porque es muy entendida".

En estos años el público no es lo único que ha cambiado. "Los propios toros son también muy distintos. Ahora se exigen reses mucho más grandes, con mucho pitón. Antes sin embargo, la ganadería de Pablo Romero se llevaba la palma porque traía siempre unos toros tan bonitos que los llamaban los señoritos. Todavía quedan sitios como Santander, donde se pueden ver corridas como las de entonces, porque en cada sitio la fiesta de los toros es distinta". Sin embargo, Madrid sigue siendo la primera plaza, el sueño y la consagración de las figuras hasta el punto de dejar en vela a los debutantes. "Los chicos que se estrenan te cuentan que se tiran hasta cinco noches sin dormir sólo de pensar que están anunciados en el cartel de Las Ventas".

Hay otros a los que la fiesta grande también les quita el sueño. Y no es por el debú o la impresión de la sangre. "Una vez me recomendaron a unos matrimonios alemanes. Antes de la corrida les enseñé las checas para que vieran los toros. Allí siempre hay penumbra y los cerrojos son lógicamente muy grandes. De repente, una de las señoras se salió y al preguntarle qué le pasaba, me contestó que no lo había podido resistir, porque la luz y el ruido de las cerraduras le recordaba lo que había pasado en Alemania".

Habla sin dejar de mirar a los visitantes del museo taurino, que deambulan sin prisa por la sala repleta de recuerdos. Este museo o la sala cultural han multiplicado el trabajo del conserje. "Ahora mi chico está muy atado, porque tiene demasiadas cosas que atender. Aquí no hay sábados ni fiestas". Por eso, en San Isidro, Alfonso cierra su piso, hace las maletas y vuelve a Las Ventas para echar una mano a su hijo y no desligarse de los ruedos. "No puedo irme muy lejos, porque es toda mi vida y la de mi familia". Lo dice confiando en que la saga que inició su bisabuelo continúe en su nieto, que ahora apenas tiene un año.

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