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Reportaje:EXCURSIONES: LA ACEBEDA

A buen puerto

Un antiguo paso de Somosierra permite a los caminantes revivir los tiempos de la trashumancia

Puerto es cualquier gollizo por el que un escotero puede colarse de rondón entre dos montañas contiguas. O sea, que, por definición, si hay cien montañas seguidas, hay cien puertos menos uno. A los conductores madrileños empero, les cierras Los Leones Navacerrada y Somosierra, y no vuelven a casa Cándido salvo que los lancen con paracaídas en pleno puente aéreo. Antes de seiscientos era distinto: los mílites de Vespasiano cruzaban la Fuenfría echándole un par de legiones; el Arcipreste de Hita se desayunaba una serrana en Malagosto y otra para cenar en Tablada; y los pastores trashumantes, sin ser ingenieros de caminos, arreaban el ganado desde las dehesas extremeñas hasta los veranaderos segovianos pasando por entre las cimas carpetanas como Pedro por su casa.Uno de los puertos que frecuentaban aquellos senderistas virgilianos era el de La Acebeda. Hoy no suena ni mucho ni poco, pero en tiempos este collado de 1.686 metros, ubicado al suroeste de Somosierra, constituía un hito ineludible de la cañada real segoviana, la nacional I de la España campera. Y parece ser que fue durante la Reconquista cuando, mareados de andar de acá para allá con la cabaña, varios albarranes decidieron establecerse al pie del susodicho, entre los arroyos de la Solana y la Dehesa, donde amén de agua había vallejos y brañas de pastos finos. Y como además había acebos, pero muchos, a su pueblo le dijeron La Acebeda.

Tres o cuatro cosas quedan en La Acebeda que evocan aquellos días de trashumancia y frontera: queda la iglesiuca de San Sebastián, de origen románico superprimitivo, construida en sillarejo y ladrillo y con espadaña doble; quedan también la fragua, el potro de herrar y el molino; y queda, por último, ese aire como de familia numerosa que tienen los concejos abiertos de esta sierra norte en los que, dada la exígua población, todo vecino es concejal.

No queda ni rastro, en cambio, de los lustrosos rodales de acebos que antaño exornaban estos montes; hay, eso sí, un ejemplar de más de doce metros en la solana del cerro que domina el caserío, inmerso en un melojar, pero un acebo no hace acebeda... El menoscabo de los bosques autóctonos es asunto que da que pensar al excursionista mientras sale del pueblo por la calle del Puerto, y no digamos ya cuando enfila su prolongación por una pista festoneada de helechos, pues esta planta es señal inequívoca de que robles wagnerianos asombraban otrora hasta las mismísimas cumbres.

Reventones del Guadarrama

Expoliadas las acebedas y los robledales, medran a sus anchas el brezo, el enebro rastrero y, sobremanera, el piorno serrano. El humilde piorno, que amarillea por junio en los reventones del Guadarrama, trenza aquí un regio tapiz de ramas verdes y flores gualdas, fragantes a vainilla. Tan penetrante es su aroma, dicen, que quien sestea en un piornal despierta con jaqueca; también se dice que su savia posee propiedades purgantes, diuréticas y cardiotónicas, más las autoridades botánicas no se fían de esto ni medio pelo.Sin abandonar la pista principal, siempre hacia el norte, el paseante cruza el arroyo de la Dehesa, deja a mano derecha la ermita de la Virgen del Saz, zigzaguea entre los últimos rebollos y, faldeando muy largamente, se encamina en suave ascenso hacia el pinar de repoblación para ganar por su linde occidental el puerto de La Acebeda. ¡Guay de los automovilistas acérrimos, que nunca verán este panorama! Hacia el norte y el oeste, extiéndese la parda llanada segoviana con el pueblo de Prádena acurrucado en la ladera; hacia el mediodía, la cuerda de los montes Carpetanos hasta la cúspide de Peñalara; y hacia levante, la vieja tierra de Buitrago y cuantos pueblos llevan en el nombre la dulce canción del Lozoya.

Por la misma linde, pero cuesta abajo, el caminante no tarda en enlazar con una solitaria cañada que cae a pico sobre el pueblo; no otra, acaso, que la que hollaban los pastores antes del seiscientos.

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