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Mañana pero no mañana

Javier Marías

A la hora de juzgar al hombre contemporáneo -siempre el juicio tan severo, sobre todo si se trata del occidental y lo juzgan autoflagelantes y autocomplacientes occidentales que se alivian la conciencia particular arremetiendo contra el colectivo-, se olvida casi sistemáticamente el cambio brutal a que se ha visto sometida, por ejemplo, una persona que hoy cuente ochenta años. En el transcurso de su vida ha asistido a más modificaciones esenciales de las que la humanidad ha experimentado durante centurias. Para un ciudadano del siglo V y otro del XIX el concepto del tiempo y el espacio era casi idéntico: los desplazamientos se hacían en ambas épocas sólo por tierra y por mar, y se tardaba aproximadamente lo mismo. La comunicación no había variado apenas y seguía dependiendo más de correos a lo Miguel Strogoff que de ningún otro procedimiento. No se podía escuchar la voz en la distancia, menos aún ver imágenes de lo que ocurría en otro lugar a la vez que sucedían, ni siquera mucho después; no las había en movimiento. Esto por mencionar sólo unos cuantos elementos fundamentales para la concepción del mundo y de los semejantes. Esa persona de ochenta años ha debido alterar sobre la marcha su percepción de la realidad en mayor medida que incontables generaciones anteriores a lo largo de los siglos, y lo cierto es que ya tiene bastante mérito que el hombre contemporáneo no esté aún más desquiciado de lo que está y todavía guarde algo de memoria, que no haya borrado enteramente un pasado reciente que a efectos psicológicos se le tiene que aparecer tan remoto como -insisto en el ejemplo- el siglo V a un individuo del XIX.Pero hay un factor concreto que asimismo suele pasarse por alto y que es aún más grave y decisivo. A mi modo de ver, el cambio mayor de todos es el producido en la relación de los individuos con el horror. Todos sabemos o intuimos que en todas partes y en todas las épocas se han cometido atrocidades: ha habido guerras, matanzas, asesinatos, persecuciones, crueldad y saña hasta la náusea. Hace sólo sesenta años estuvimos sobrados de todo eso aquí mismo, y hace cincuenta se descubría el mayor exterminio de un segmento de la población europea de que haya constancia, tras una guerra devastadora en el continente entero. A cada ciudad, a cada país les ha tocado una buena ración de horror a lo largo de su historia. Pero ésa es la diferencia básica: a cada ciudad o a cada país le tocaba su porción, nada más, y por sanguinarias que fuesen, no dejaban de vivirse como excepción. Por prolongados que fueran los enfrentamientos, tocaban a su fin antes o después, al menos en su expresión mas virulenta y en el territorio con que se habían encarnizado. En el fondo la cantidad de horror que le tocaba contemplar a cada individuo a lo largo de su existencia era -con las debidas salvedades y malas suertes- limitada y nunca constante. A. periodos cruentos sucedían temporadas llenas de injusticias y crímenes -nunca han faltado- pero de relativo sosiego por no decir apaciguamiento. Las personas se enteraban de lo que acontecía en los lugares en que habitaban y de poco más. A veces incluso ignoraban lo acaecido en un barrio algo distante si la ciudad era grande como París o Londres. Se sabe de una considerable matanza habida en el siglo XVII en la capital de Francia de la que muchos vecinos ni tuvieron noticia. Ser testigo del espanto, verlo con los propios ojos era a fin de cuentas algo infrecuente, extraordinario, y de ahí que cada vez que se presentaba causara tanta impresión. De ahí que se hayan compuesto poemas y novelas enteras sobre sucesos que en la vida de sus protagonistas o espectadores se sentían como excepcionales y se veían como cimas de la monstruosidad a las que jamás debería volver a llegarse, esto es, con la conciencia plena de que alcanzar tales extremos no era fácil, ni concebible en la cotidianidad. Por decirlo de manera simple, había treguas, o incluso la norma era ésa, la tregua. En todo tiempo la capacidad humana para soportar el horror ha sido por lo tanto limitada, y una costumbre de siglos no se puede cambiar impunemente en pocos años.

Hoy no hay treguas visivas, al menos para el hombre occidental con sus perfeccionadas y nítidas televisiones que le traen diariamente estampas de algún espanto en algún punto del globo. Es imposible que no lo haya siempre en alguna parte, pero hace tan sólo cincuenta años era impensable que en Soria, o en Gerona, o en Madrid, o en Londres o Nueva York se supiera lo que estaba sucediendo en Ruanda o Somalia, en Sri Lanka o Liberia, a duras penas en los Balcanes o si acaso con notable demora, cuando las cosas ya habían ocurrido. Era verdad aquel cuento de Kafka en el que los moradores de una remota provincia china lograban enterarse de la muerte de su emperador quizá cuando ya agonizaba su sucesor, si es que el emisario encargado de llevar la noticia no había olvidado durante su inacabable trayecto el contenido de su mensaje (ya no recuerdo cual de las dos era la historia, o si eran las dos). Más inimaginable todavía era que eso tan lejano se viera. El aguante del ser humano para la violencia y lo atroz no carece de límites, aunque sólo sea porque nunca antes le fueron visibles tales excesos todos y cada uno de los días de su existencia. Ahora sí, y eso es un cambio, tan crucial, una modificación tan brutal en la percepción del mundo y de sus amenazas, en la percepción del otro -que hoy es siempre bestial en una u otra encarnación, sea serbia, liberiana, ruandesa o somalí-, que de nuevo aquí lo asombroso es que a ese ser humano aún le quede algún atisbo de piedad, alguna capacidad de estremecimiento, algún asomo de solidaridad. Cuando nos acusamos de estar cada vez más insensibilizados, de trivializar el espanto, de combinarlo con el postre de nuestros almuerzos mientras las pantallas muestran la guerra, y la peste y el hambre y la explotación, dan ganas de contestarse: qué menos. El ser humano jamás había tenido tan presente, tan omnipresente día tras día sin un respiro, la potencia de sus congéneres para la crueldad, su lado peor que antes sólo se le manifestaba de tarde en tarde.

El tan cacareado "derecho a la información" de nuestras sociedades es ya tan sólo una frase hecha y vacía de contenido, mera coartada para soltar a los ciudadanos cualquier cosa, cualquier imagen. La información no siempre es buena en sí misma, ni interesante si no nos concierne, ni útil para quien es objeto de ella. Yo no sé hasta qué punto es útil que los habi- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior tantes de Soria estén informados con cristal de aumento de lo que acontece en Liberia. Probablemente sí, probablemente sirva para que un día de saturación los ciudadanos de esa provincia y de todas las demás hagan presión a sus gobernantes para que intervengan y pongan fin -o al menos paños calientes- a las monstruosidades que aquellos han visto en sus casas y sus bares. Así ha sido en el caso de Bosnia, al menos. A veces me pregunto, sin embargo, si saberse con espectadores que se cuentan por cientos de millones, si saberse el centro de la atención mundial no es también un acicate para quienes en cada lugar del globo compiten en saña, un estímulo para el exhibicionismo sangriento. No lo sé ni lo puedo saber, y lejos de mi intención pedir límites a las informaciones o a las imágenes. Sólo sé que la relación de los hombres con el horror es otra de la que siempre fue, y por lo tanto también su relación con la vida y la muerte propias y -lo que es más grave- con la vida y la muerte de los demás. Y la evolución de ese cambio ya producido es tan imprevisible como lo fue siempre el mañana, sólo que entonces el poeta aún podía decir: "Mañana, y mañana, y mañana como si los cuentos contados por los idiotas, aunque nada significaran, fueran siempre a permanecer para ser relatados en las treguas que ya no hay.

Javier Marías es escritor.

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