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Montesquieu y los jueces de instrucción

Hace algunos años, un vicepresidente del Gobierno que vivía por entonces en olor de multitudes, nos recordaba a los españoles la triste noticia de la muerte de Montesquieu. Como la cosa había sucedido un par de siglos antes y la figura del ilustre barón de Secondat no está muy presente en la memoria de nuestros conciudadanos, el recordatorio hubiera pasado seguramente inadvertido si el contexto en el que se rodujo no lo hubiera dotado de un inequívoco sentido político. No recuerdo exactamente las circunstancias, pero, sí la memoria no me es infiel, creo que la poca afortunada frase surgió al comentar unas diferencias de criterio, reales o presuntas, entre el Gobierno y el Tribunal Constitucional y para poner en cuestión el viejo principio de la división de poderes.Referida al Tribunal Constitucional, la frase es ciertamente disparatada. La justicia constitucional, al menos la que practicamos en Europa, encaja mal en el esquema de Montesquieu, de cuya proclamada muerte difícilmente puede sacarse conclusión alguna que la concierna. La que conoció el ilustre presidente vitallicio del Tribunal de Burdeos (un cargo que, si mal no recuerdo, le regaló su señor suegro) fue la otra, la ordinaria; la que nosotros y él llamamos poder judicial. Fue ésta la que tenía en mientes al tratar de los poderes del Estado y en consecuencia la única acerca de la que teorizó.

Sucede sin embargo que esa teoría, que ya en su época se adecuaba mal a la realidad inglesa que él tomaba como modelo, se ha derrumbado después estrepitosamente y es la parte menos apreciada de su obra genial. Acogida con entusiasmo por el positivismo legalista del siglo pasado, la concepción del poder judicial como un poder "en cierto sentido nulo", integrado por jueces que se limitan a ser "la boca que pronuncia las palabras de la ley", se adecua mal a una visión realista del derecho que no cierre los ojos ante el papel activo de los jueces en la valoración de los hechos y en la interpretación de las normas, y es resueltamente incompatible con los sistemas jurídicos actuales, centrados en los derechos fundamentales. En lo que toca al poder judicial, la obra de Montesquieu dejó de tener vigencia hace mucho tiempo; el sabio ilustrado había muerto mucho antes de que el poco ilustrado vicepresidente lo anunciara, y por razones justamente opuestas a aquellas a las que él, al parecer, atribuía el fatal desenlace. Si lo que quería era minimizar la importancia del poder jucicial, no debió evocar su muerte, sino negarla, o al menos preconizar la perennidad de sus ideas.

Como testimonia la prensa de cada día, en el mundo en que vivimos, los jueces tienen poder, son un auténtico poder, y no pequeño. Cuando son verdaderamente jueces, es decir, cuando "juzgan y hacen ejecutar lo juzgado", que es la función que la Constitución les reserva en exclusiva, pero, paradójicamente, sobre todo cuando son jueces sólo en sentido derivado; jueces que no juzgan, sino que se limitan a preparar el juicio de otros dirigiendo las pesquisas sobre los delitos y, en su caso, cuidando de que no evadan la acción de la justicia sus presuntos autores, que mientras están en sus manos no pueden ser considerados culpables, sino sólo sospechosos.

La utilización de los jueces para estas tareas no está exenta de inconvenientes, pero como recordaba recientemente uno de los que las desempeñan, éste es el sistema que tenemos y a él hemos de atenernos mientras no lo cambiemos. Y desde luego no estamos en el mejor momento para ponerlo en cuestión ni yo tengo la menor intención de cuestionarlo. Ni menos aún, por supuesto, la de negar la necesidad de que reciban el castigo que merecen los responsables, sean quienes fueran, de los crímenes que ahora se investigan, especialmente horribles en el caso de Lasa y Zabala.

Me atrevo sólo a recordar que ese castigo necesario del que hablo y en el que todos pensamos no es el que baja de los cielos, sino el que viene del poder punitivo del Estado, del famoso ius puniendi, que es en definitiva la esencia última de lo estatal, del "monopolio de la violencia física legítima". Que los jueces que lo imponen o lo preparan no son agentes de la divinidad, sino órganos del Estado y que como tales no pueden olvidar que, si hacer justicia es importante, también lo es (no sé si menos o más, pero también) que ésta se haga con rapidez y con el menor coste posible para nuestra convivencia. Una consideración que cobra especial relevancia cuando se trata de crímenes en los que, de una u otra forma, se encuentran implicadas personas investidas de poder.

La criminalidad gubernativa, en el amplío sentido en el que emplea este concepto mi joven colega Luis María Díez Picazo en un recientísimo libro (La criminalidad de, los gobernantes, 1996), plantea en todas partes situaciones difíciles, y ninguna de las fórmulas utilizadas para reprimirla está exenta de inconvenientes. Buena prueba de ello encontrará el lector en el estudio que allí se hace sobre otros países de nuestro entorno. Añadir a estos inconvenientes los que nacen de una situación en la que el progreso de las investigaciones queda al albur de revelaciones cuidadosamente dosificadas por ciudadanos nada ejemplares es ya pura insensatez. Los jueces habrán de resolver, en su momento, sobre la verosimilitud de tales revelaciones y después sobre su veracidad, pero lo que es seguro es que no es el amor a la verdad ni la sed de justicia lo que lleva a sus autores a decir ahora lo que han callado durante muchos años. No sé si el mejor medio para escapar de esta situación absurda es el de llevar al Tribunal Supremo la instrucción de todos los asuntos relacionados con el GAL (o los GAL). Lo que sí cabe decir sin temor a equivocarse es que la peor manera de hacer compatible la justicia con las necesidades de nuestra sociedad es la de dejar que la marcha de aquélla la determinen las conveniencias personales de quienes, por esos u otros delitos, están sometidos a su acción. Gentes que, al parecer, hasta pueden elegir, también en razón de esas conveniencias, la "calidad en la que comparecen" ante los jueces; unas veces como testigos, otras como imputados y otras Dios sabe en condición de qué. La perspectiva de que los españoles hayamos de convivir con el asunto GAL hasta el año 2015, como prevé, según hemos podido leer, uno de los protagonistas destacados de esta historia interminable, es simplemente aterradora; al menos para quienes no creemos que ese pecado, como el de Adán, haya de recaer sobre los españoles, de generación en generación, hasta el fin de los tiempos.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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