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Desde hace poco tiempo asistimos en Madrid a una galopante transformación de la imagen más epidérmica de la ciudad, y no me estoy refiriendo precisamente a las fachadas de sus arquitecturas. El espacio urbano, decantado a lo largo de los años, es -de la noche a la mañana- relegado por la desproporcionada y dislocada presencia de la publicidad: no hay día en que no se descubra un nuevo luminoso coronando otro edificio (ahora lo hemos sufrido en Torres Blancas); un nuevo autobús -sus ventanillas tapadas- convertido en publicidad rodante con el pasajero dentro; una nueva y colosal lona-anuncio, so pretexto de un prolongado -por rentable- remozado de fachada; un nuevo monoposte en el enmarañado batiburrillo publicitario en que se ha convertido ahora la entrada a Madrid por la carretera de La Coruña...Muchos ciudadanos se percataron de lo que la instalación del nuevo mobiliario iba a acarrear y, nada más ver similares trastos subidos a las aceras, alzaron una protesta nunca vista; el Ayuntamiento no quiso aprovechar la lección y articuló todos sus medios para hacer ver que esa contestación no era sino de motivación política... ¡Cuidado con caer en esta trampa!: el problema es de mayor alcance.

Aquella formidable protesta ciudadana no iba contra el Ayuntamiento por ser éste del PP; fue, más bien, la repulsa del hombre de la calle, vejado en la conculcación de sus derechos por una iniciativa que sólo beneficia -digámoslo claro- al interés privado.

Si bien es verdad que la implantación de la publicidad por parte de la actual corporación municipal de Madrid ha sido significativamente grave (a estas alturas nadie se cree que eso sea mobiliario urbano), no es menos cierto -aunque sí pueda ser más descorazonador- que esa estética no es privativa del PP.

Conviene recordar, para atisbar la hondura del problema, que otros ayuntamientos, gobernados por el PSOE, han instalado en sus ciudades idéntico mobiliario (cabeza de oso por cabeza de león, todo lo más); conviene recordar que en Madrid el propio grupo municipal del PSOE se abstuvo en la concesión de este contrato -cuando pudo votar en contra-, y que sólo cuando empezó a vislumbrar lo nutritivo que podría ser apuntarse a la protesta ciudadana -independiente- que estaba surgiendo, empezó a abominar de los chirimbolos; y conviene recordar también que las anteriores administraciones socialistas de Madrid fueron precursoras en estas prácticas.

Es fácil conjeturar que a los ayuntamientos se les ha venido ofreciendo la operación del mobiliario urbano como suculenta: una empresa multinacional (de todos conocida su agresividad comercial) se lo da todo hecho -modelos, usos, localización-, y los munícipes (ya de un partido ya de otro), creyendo encontrar una inversión fácil de rentabilizar electoralmente, le venden al empresario la cosa pública de la calle, a cambio -como en Madrid- de dos pesetas por ciudadano y año.

En el caso de Madrid, la operación fue tan desmesurada que salió el tiro por la culata: instalados los chirimbolos, inmediatamente antes de las elecciones municipales, no lograron hacer comulgar a los ciudadanos con ruedas de molino.

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El caso es que entre los unos y los otros estamos consiguiendo una imagen de ciudad cada vez más cercana al Strip de Las Vegas. Tenemos asumida la imposibilidad de sacar un periódico sin anuncios a toda página en las impares, la imposibilidad de imaginar un debate televisivo sin que el presentador deje a alguno con la palabra en la boca para pronunciar -no sin cierto regusto-: "¡ ... y ahora, publicidad!"... Pero sigo sin saber por qué regla de tres se nos hurta la posibilidad de una ciudad sin anuncios.

Si no queremos ver más anuncios que nos interrumpan las películas de la televisión, siempre podemos abonarnos a una canal codificado... ¿pero podemos acaso habitar una ciudad codificada, sin la abusiva publicidad, en que el hombre reinstaure su escala y su dignidad?

Javier García-Gutiérrez Mosteiro es arquitecto, profesor de la Escuela de Arquitectura y miembro del Club de Debates Urbanos.

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