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Guerra y vergüenza

Aunque ya hemos tenido ocasión de comprobar que, tras los acuerdos de Dayton y su ratificación en París y Roma, la posguerra en Yugoslavia podía ser tan larga y penosa como la guerra misma, muchos de los acontecimientos que ocurren en lo que queda de Bosnia, o fuera de sus fronteras, siguen sorprendiéndonos.La prensa occidental ha concedido relativamente poco espacio a una noticia llegada estos días de Rusia: la entrega en Moscú del Premio San Andrés a Radovan Karadzic, jefe de los serbios de Bosnia (llamada hasta hace poco "República Serbia autoproclamada" y que en Dayton pasó a denominarse simplemente "República Serbia"). ¡Al mismísimo Karadzic, acusado de genocidio por el Tribunal de La Haya y sobre el que pesa una orden de búsqueda y captura internacional! En tiempos, una de las más altas condecoraciones de la Rusia zarista llevaba el nombre de ese santo venerado sobre todo por los cristianos ortodoxos. Un jurado compuesto de personajes de dudoso renombre (nacionalistas extremistas y nuevos creyentes, en su mayoría antiguos estalinistas) acaba de conceder este premio por "sus cualidades de hombre de Estado" a una persona que debe ser juzgado como criminal de guerra.' Este acontecimiento se cuenta entre los más vergonzosos de la posguerra en la ex Yugoslavia, así como del periodo preelectoral en Rusia.

Radovan Karadzic recibió hace dos años, también en Moscú, el Premio Mijaíl Shólojov, concedido por la nueva Asociación de Escritores Rusos, presidida por Luri Bondarev, superviviente de la antigua nomenklatura literaria. En aquella ocasión ya expresé mi vergüenza, compartida con gran número de escritores, tanto rusos como ex yugoslavos. Pero todavía hemos visto algo más sorprendente: al escritor ruso Eduardo Limonov, disidente de ayer, disparando desde lo alto de las colinas que dominan Sarajevo a los habitantes de la ciudad sitiada, acompañado de ese mismo Karadzic, que le daba instrucciones mientras le explicaba el valor premonitorio de su poesía. Es difícil imaginar algo tan abyecto, exhibido además ante las cámaras de televisión. No basta con avergonzarse.

La solidaridad nacionalista y ortodoxa no puede explicar por sí sola un comportamiento semejante. Sería error ver en ello solamente una forma de integrismo, semejante a la que se puede ver en algunos países islamistas. Lo mismo que la única razón de esta locura no son ni el deseo de devolver a Rusia "el papel mundial" de gran potencia que tenía la Unión Soviética, o la frustración por la pérdida de su influencia. No es la primera vez que se constata, con o sin vergüenza, este tipo de comportamiento criminal.

Mucho antes de la guerra en cuestión me topé con Radovan Karadzic en Sarajevo. En el mundo de las letras yugoslavo le considerábamos un aprendiz de literato de poca monta. Fue uno de los primeros en recomendar la destrucción de las ciudades, pero no era el único montañés inculto que lo hacía. (Creo que Mandelstam fue el primero que aplicó en este sentido el término montañés para referirse a Stalin). Hoy día, cualquier pretexto sirve a ciertas mentes vulgares y primitivas para manifestar su desprecio por un Occidente a la vez mitológico y real. Hay muchas otras maneras de formular críticas respecto a errores o fallos de los que Europa y América distan mucho de estar exentas. Y también de tener vergüenza.

Muchos de nosotros hemos expresado en más de una ocasión nuestra opinión respecto a la inercia o la indiferencia de la Comunidad o de la Unión Europeas, la deserción de la ONU o la incapacidad de sus funcionarios, el irrisorio papel de la Unprofor de mantener la paz donde sólo había guerra, los juegos e intereses de los poderosos de este mundo. Silenciosos o resignados bajo los antiguos regímenes, sólo unos cuantos escritores o intelectuales expresaron su vergüenza ante los actos de los líderes del Este y sus secuaces, de la nueva nomenklatura procedente en gran medida de la anterior, de la demokratura que enarbola la máscara de la democracia, de los ex comunistas que olvidan lo que hacían ayer y que quieren que los demás lo olviden también, de los que han creado o apoyado a los Karadzic y similares, de los hombres de Estado -Estados a menudo bananeros- que imitan a los antiguos fascistas o a sus colaboradores, de los nuevos creyentes que ayer vilipendiaban el "opio del pueblo", de los ideólogos (entre los cuales se encuentra más de un escritor) que escupen sobre lo que antes recomendaban o imponían. ¿Cómo expresar nuestra vergüenza ante todo lo que esa gente nos inspira y, a la vez, ser escuchados?

Las atrocidades cometidas en la ex Yugoslavia (utilizo a próposito esta palabra, que nuestros nacionalistas victoriosos se niegan a oír) no son fruto de la casualidad. La culpabilidad compete a más de una instancia y no a todos les pesa lo mismo. Como hijo de un emigrante ruso de Odesa, que llegó a la ex Yugoslavia con el Ejército Blanco de Vrangel y que fue avergonzado bajo los regímenes estalinistas, me pregunto, junto con varios de los que, como yo, tuvieron que elegir "entre asilo o exilio", cómo será la Rusia de mañana. ¿Seguirá siendo retrógrada y conservadora como antes o se volverá, en un futuro cercano, libre y moderna? ¿Santa o profana, ortodoxa o cismática, más blanca que roja o al revés, menos eslavófila que occidentalista o viceversa, tan europea como asiática, más populista que tiránica? ¿Más una Rusia "que la razón no podría abrazar y en la que sólo se puede creer" (como decía el poeta Tiutse en el siglo XIX) o la Rusia "robusta de culo gordo" a la que cantaba Alexandro Blok durante la Revolución? ¿Con Cristo o sin la cruz, mística y mesiánica o, finalmente, secular y laica? ¿Una verdadera democracia o una simple demokratura; únicamente rusa (russkaïa) o "de todas las Rusias" (rossiskaïa)?

A pesar de lo que continúe siendo o lo que llegue a ser, Rusia deberá contar con todo lo que le ha legado no sólo la ex Unión Soviética, sino también su propio pasado.

Predrag Matvejevic es escritor ex yugoslavo de origen ruso y croata. Actualmente vive entre París y Roma. Su último libro publicado en español es Breviario mediterráneo.

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