El desgobierno judicial
No es sólo culpa de ese desgraciado diseño italiano, el Consejo General del Poder Judicial, al que se debe el desgobierno de los jueces. Hay otros culpables: la estructura de la carrera judicial y el status político de los jueces, tal como han sido configurados por la reforma socialista de 1985. Cierto que la estructura del Consejo es una copia de la Constitución italiana que regula el Consiglio Superiore de la Magistratura, y este órgano, un plagio de un diseño español de Primo de Rivera, que en 1923 creó (real decreto de 20 de octubre) la Junta Organizadora del Poder Judicial para el autogobierno tanto de los jueces como -¡asómbrense ustedes!- de los fiscales. La junta estaba constituida por jueces, magistrados y fiscales de todas las categorías elegidos por sus compañeros, y formulaba propuestas vinculantes para el Gobierno sobre nombramientos, ascensos, traslados y permutas.Lo cierto es, al margen de sus oscuros y estrambóticos orígenes, que el Consejo General del Poder Judicial, tanto en su versión corporativista, de miembros mayoritariamente judiciales, como en la de designados por las cámaras, ha llevado a una Administración políticamente irresponsable, a la que se traslada toda la lucha y tensión partidaria de las cámaras legislativas, además de la que se, suscita entre las asociaciones judiciales, también politizadas. Sin embargo, la tensión y el desgobierno judicial no están tanto en quién gobierna como en los poderes que se le otorguen al órgano de gobierno de los jueces, sea un ministro de Justicia, sea un consejo de esta o aquella composición. Si la gestión de la carrera de los jueces es plenamente reglada, y las entradas y los ascensos lo son siempre por oposición o antigüedad, no habrá problemas, pues éstos surgen precisamente cuando se atribuyan amplios poderes discrecionales, sin control judicial ni político alguno, y con infracción grave del principio constitucional del mérito y capacidad (artículo 23 de la CE) para los nombramientos y los ascensos judiciales, sobre todo del Tribunal Supremo, como ocurre ahora.
¡Qué lejos estamos de las soluciones propiciadas en la asamblea judicial celebrada en Madrid bajo la presidencia del ministro de Justicia don Fernando de los Ríos los días 6 a 12 de julio de 1931 y que se plasmó en el anteproyecto de ley redactado por la comisión jurídica asesora en virtud del cual los ascensos a magistrados del Tribunal Supremo se otorgaban en tres turnos: uno por la antigüedad entre magistrados, otro por oposición entre éstos y un tercero por oposición libre, fórmula muy similar a la seguida en la carrera notarial! ¡Qué lejos igualmente de la apoliticidad en el nombramiento de presidente del Tribunal Supremo que instauró la Constitución de 1931 (artículo 96), remitiéndolo a una asamblea de juristas que la ley estableciera! Con un sistema de carrera reglado, como tienen los notarios y los registradores, la independencia de los jueces estaría mucho más asegurada, aunque la formalidad de los nombramientos dependiera del ministro de Justicia o del Gobierno. Por el contrario, la reforma socialista dé 1985 -a la que debemos también el salto atrás de la vuelta a los jueces de turno, sin oposición- ha impuesto la arbitrariedad como criterio único para el ascenso de los magitrados al Tribunal Supremo. Estos se eligen por libre designación del Consejo General del Poder Judicial, tan libremente como el Gobierno decide los ascensos a generales del Ejército. Ante las posibilidades de favorecimiento y manipulación que este sistema permite, no es extraño que el Consejo salte en pedazos por las presiones de los grupos políticos en él representados o de las conspiraciones constantes de las asociaciones judiciales, absolutamente politizadas, que quieren imponer sus candidatos. Además, el ascenso al Tribunal Supremo es sólo el primer peldaño, el inicio de una carrera político-judicial de libres nombramientos: los ya instalados en aquél pueden después, por favor y ascenso igualmente político, ser designados miembros del Consejo General del Poder Judicial, del Tribunal (le Cuentas, del Tribunal Constitucional, y terminar en el puesto injubilable, en la canonjía suprema y por excelencia -el Consejo de Estado-: el puesto de consejero permanente.
Con estos generosos márgenes para la promoción político-institucional, el Ejecutivo o las fuerzas políticas controlan, con la técnica de la zanahoria, a los magistrados del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, pues todos saben que determinados comportamientos ante determinados asuntos pueden ser vistos con agrado desde esta o aquella fuerza política, que los tendrá en cuenta cuando se trate de proveer aquéllos cargos institucionales. Desde luego que hay magistrados incorruptibles, pero, como decía la exposición de motivos del real decreto de 2 de enero de 1893, ése no es el problema, sino "evitar el gravísimo, peligro que para la recta administración de la justicia pueda haber en la elección, a pesar de la rectitud de propósitos que al emplear tal sistema haya en el Gobierno, pues entonces el juez que sabe que por los tortuosos caminos de la influencia puede cobijar y satisfacer sus aspiraciones al amparo de un turno de elección comprende que la flexibilidad en el cumplimiento de su deber puede servirle de propio mérito para conseguir adelantos en su carrera ( ... ) convirtiéndose de protector del desvalido en protegido del influyente personaje". Este juez "vive constantemente solicitado por una tentación, que requiere para ser vencida una integridad de conciencia que alcance las sublimidades de la abnegación, y que la prudencia aconseja que no se condensen en la menos alta atmósfera en que respira la mayoría de los hombres". Faltó sin duda en la transición política y judicial un Gutiérrez Mellado (EL PAÍS, 30 de noviembre de 1977) que hubiera impuesto un toque de silencio y de apoliticidad en la judicatura, situando a sus miembros en el dilema que -puso a los militares el Real Decreto Ley 10/1977, de 8 de febrero: el que participe en política pierde definitivamente la carrera militar. Por lo mismo que no puede haber militares de este o de aquel partido, tampoco es admisible la politización en los jueces que tienen tanto o mayor poder profesional que aquéllos. ¡Qué diríamos si a un general se le reservase el mando de su división o a un almirante el de una escuadra mientras son ministros o diputados! Pues el mismo sinsentido es reservarle a su señoría el Juzgado de la Audiencia Nacional o la plaza de magistrado del Tribunal Supremo durante el tiempo que tiene a bien ser diputado-a, secretario-a de Estado o ministro-a.
Pese a que la Constitución impuso la neutralidad política de los jueces, al prohibirles formar parte de partidos y sindicatos y al ordenar al legislador "establecer las incompatibilidades necesarias para asegurar la total independencia de los mismos" (artículo 127), la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 se lo permite todo sin pérdida de carrera e incluso con reserva del puesto judicial, por lo que el juez aparece ante el desconcertado pueblo español con una doble faz: unas veces es mister Hyde y otras el doctor Jeckyll.- unas veces se presenta con rostro de severo e impoluto magistrado, incluso progresista, y otras con cara de mitinero en plaza de toros, de diputado o de ministro del interior. Cuando el juez pasa a la política pierde el derecho a que se crea en su independencia, en su neutralidad frente al Ejecutivo presente o por venir.
No, ciertamente no, el desgobierno judicial que padecemos no es sólo consecuencia del estrepitoso fallo de una sola pieza, invento primorriverista y rediseño italiano, el Consejo General del Poder Judicial, sino también de que se han roto las clavijas de la carrera judicial con los ascensos discrecionales y los ingresos por turno y, además, porque se permite a los jueces saltar a su placer y conveniencia el infranqueable muro que en un Estado de derecho separa el poder judicial de los poderes ejecutivo y legislativo. Sobre estos jueces y magistrados saltimbanquis habrá siempre una presunción fundada de dependencia u hostilidad frente a fuerzas políticas determinadas, por lo que nunca volverían a formar en los cuadros de la judicatura si se les aplicase la fórmula del civil service británico, ejemplo de neutralidad política: "Vosotros los funcionarios", dice el manual del civil servant que edita la Tesorería "no podéis ser miembros del Parlamento y al mismo tiempo permanecer como servidores desinteresados e imparciales de ese Parlamento. El miembro del Parlamento debe tener la libertad de decir lo que piensa del Gobierno y de criticar sus acciones cuando y como quiera. El funcionario no puede tener esa libertad. Según los mismos principios, un funcionario no debe desempeñar abiertamente un papel en las luchas políticas, incluso si no tiene intención de presentarse como candidato a las elecciones. Esto no significa que no dabáis tener opiniones políticas, que no dabáis votar en las elecciones, sino simplemente que debéis absteneros de hacer cualquier cosa que pudiera hacer dudar a la opinión pública de vuestra imparcialidad en el ejercicio de vuestras funciones. Poco importa, naturalmente, el partido político al que pertenezcáis: el partido que tiene hoy la mayoría puede pasar a la oposición el año siguiente, la semana próxima, y si vuestra fidelidad al Gobierno no es ahora puesta en duda, podrá serlo entonces". Dicen también que los jueces británicos se disculpan de quienes bromean sobre la rizosa y blanca peluca con que se cubren en los juicios alegando que no tienen otra forma de distinguirse de los delincuentes. Quizá por eso nunca cambian su condición de juez por un acta de diputado o un puesto gubernativo, porque si tal hiciesen habrían perdido para siempre su neutralidad política, su independencia, y por ello nunca más podrían volver a ser jueces, ponerse la peluca, ni diferenciarse de los delincuentes.
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