Juego al amanecer
Este pobre hombre cometió la imprudencia de contestar a un concurso por correo que le proponía rascar en tres pequeños recuadros cubiertos de polvo gris. Encontrar un Sí en cualquiera de ellos le valdría un Gran, Gran Premio.Ni siquiera intentó averiguar cuál. Serían las, cuatro de la mañana cuando se puso a jugar, con una sonrisa vacilándole en la cara, y si alguien piensa que debía de estar muy borracho, o muy aburrido, es que nunca ha sentido tan siquiera el primer mordisco de verdadera soledad, que suele ser bajo el brazo, en el lugar de las cosquillas: jugaba -aunque fuera rascando recuadritos grises en papel chillón- exactamente igual que una marquesa citándose con tres amigas los martes de toda su vida para en teoría jugar a la canasta y en realidad dejar de oír el eco de la soledad en la penumbra de sus salones sobre Velázquez.
El hombre se fue a la cama y nunca más supo de esa madrugada fría hasta que un mes después le llegó un recibo del banco con el que no estaba de acuerdo. Nadie está de acuerdo con los recibos del banco pero en este caso su desacuerdo era total, esencial, metafísico. "Se han equivocado" llegó a decir en voz alta, lo que da una idea de su despiste: cualquier adulto sabe que los bancos no se equivocan jamás. Fue, protestó, manoteó ante el encallecido bancario, y salió de allí, derrotado. Derrotado y definitivamente más pobre.
¿Casualidad? No hay casualidad cuando de juegos en papel satinado y de bancos se trata. Al regresar a casa jurando contra la Gran Conspiración, un poco al estilo de Unabomber, fue cuando se encontró en su vestíbulo un enorme coche rojo, verde y amarillo. Quizá la palabra enorme no refleje lo que era: era un coche enorme. De plástico. Las ruedas le llegaban a nuestro hombre hasta el pecho, y para ver el interior tenía que ponerse de puntillas.
A fuerza de dar vueltas terminó por encontrar al menos una pista de cómo había llegado hasta allí: en otro papel de colorines que se encontraba a su nombre en la guantera, le felicitaban: ya era el afortunado propietario del coche que le habían prometido por encontrar un sí en la niebla de aquella feliz madrugada. En efecto, incluían una foto de un coche muy atractivo que, en pequeñito, se correspondía con el tanque del vestíbulo. Por enviar el sí a la dirección del remite, él -ponían sus apellidos en letras de imprenta-, había dado al mismo tiempo su acuerdo para cargar con una deuda que le encadenaba al coche durante los siguientes ocho años, cuatro meses y dieciséis días, en cómodos plazos mensuales.Para entonces habría pagado el equivalente a la mitad del precio de su casa, incluyendo el vestíbulo que ocupaba el auto, unas dos veces y media la vuelta al mundo en billete de clase turista, y tres pianos Steinway, que es el que exigen los pianistas de primera división y con el que siempre había soñado aprender a tocar. De momento se tuvo que conformar con unos extraños ruidos nocturnos que le hicieron jurar contra los vecinos que aprenden música a horas intempestivas.
Ni que decir que cuando quiso devolver el coche le mostraron su firma: vacilante, amanecida, un tanto ebria... incuestionablemente suya al lado del Sí rascado en el recuadrito gris. Quiso vender el coche pero no pudo: los eventuales compradores elogiaban la aerodinámica de coche, sus prestaciones, y no volvían. Rebajó el precio hasta encontrar quien lo quisiera comprárselo con el aire de hacerle un favor, pero cuando fue a moverlo resultó imposible: estaba moldeado en una sola pieza de plástico a prueba de niños, balas y fuego, según comprobó, Se- tuvo que adaptar. Compró revistas de diseño para ver el modo de armonizar el coche con los sofás imitación Chesterfield y los grandes grabados de caza que ocupaban el vestíbulo, y lo había conseguido -o mejor dicho, se había resignado: ese es el secreto del buen gusto en decoración- cuando una madrugada más insomne que otras averiguó de dónde venían los ruidos nocturnos: el coche no sólo roncaba sino que al dormir se despatarraba por todo el. vestíbulo, como en una cama matrimonial, impidiéndole salir.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.