Italia
En los cafés del centro de Milán le dicen al viajero que se lleve la factura. Qué amables, opina. Cuando rechaza hacerlo, porque el monto es ridículo y su disciplina documental muy precaria, al viajero le insisten. Qué curiosidad, opina. Si sonríe, dice que no, que es lo mismo, si pretende irse no facturado aparece entonces ese italiano gélido y seco, mucho más italiano que Don Pasquale: haga el favor. El viajero, impresionado porque en toda posada suceda lo mismo, ha acabado por preguntar. Fríamente le responden: en un radio de 150 metros -no más allá, dice la ley-, puede haber un policía apostado. Puede haberle visto salir del café. Puede pararle y puede pedirle el recibo. Si no lo lleva, puede que, siendo extranjero, no tenga mayor problema. Pero seguro que nosotros vamos a tenerlo.La policía italiana persigue el fraude fiscal. Para hacerlo aposta un hombre en la esquina, que exige recibos. Si en los recibos no figuran los impuestos, los comerciantes pagarán una buena multa. Impresiona la rudeza de ese método en el país de Europa más colgado de la rete -Internet, por supuesto-; en la ciudad donde los ciclistas atraviesan los raíles del tranvia como por el filo de una navaja, con una mano atendiendo al manillar y la otra al telefonino; esa rudeza pretecnológica en una sociedad pasada por el tubo catódico como pocas. Sin embargo, se trata de una poderosa metáfora de su tiempo: todo convive y sucede a la vez, disperso. Imposible buscar un punto, un. polo de referencia. La radiografía social es arbórea: un Olivo que no tuviera tronco. Por eso fallan, aquí también, las encuestas. Por eso pierde Berlusconi, que menospreció dos evidencias: la televisión ya no manda en el mundo y sus productos, él incluido, son de naturaleza efímera. Italia seduce y atrapa: más que en cualquier otra parte la crisis no es aquí un diagnóstico, sino un modo de vida. Nuestro duro y magnético modo de vida.
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