Seducción

Hay un tiempo de seducción que se desarrolla desde la pubertad hasta los 40 años aproximadamente y que coincide con la posibilidad de cumplir el único trabajo serio que ha encomendado la naturaleza al género humano: transmitir genes de mejor o peor calidad, dejando el espíritu aparte. La seducción se convierte en un maravilloso espejo. Dentro de su campo magnético se establece un juego vital en el que participan carnes frescas y similares. Existe un buen gusto básico entre los cuerpos. Cuando la gente está en la edad ideal de la procreación, algo sólido sucede en el aire alrededor de sus caderas. En el momento en que una pareja atractiva se cruza en un lugar, bien sea en la iglesia o en el cabaret, se produce un griterío interior: ¡para mí!, ¡para mí!, ¡para mí! y ese bullicio no es sino una bronca subasta de óvulos y espermatozoides que se rige por la ley del más fuerte. Mientras esa lucha perdura en la oscuridad de las vísceras respectivas fuera reina la fascinación. Una chica espléndida entra en un pub y los hombres interrumpen la conversación. Un joven atractivo llega a la reunión y todas las mujeres se ponen en estado de alerta. Enseguida se crea un aura dentro de la cual hay una red de miradas cuyo único objetivo consiste en cazar. Pero llega un momento en que la seducción se acaba. Decía Ortega: a cierta edad no es que las mujeres no te miran, es que no te ven. También un día aquella mujer que fue tan hermosa se vuelve invisible. Abandonar el espejo de la fascinación con serenidad es una muestra de sabiduría. Tratar de prolongar la seducción más allá del tiempo reglamentario es una de las torturas más terribles. Cuando estás en un cóctel con la copa en la mano y sabes que no despiertas ya interés en los ojos de nadie puedes darte por acabado. Las miradas pasan a través de tu cuerpo sin dañarlo y van hacia otro cuerpo sólido que está detrás de ti. Hay que aceptar con resignación pagana el momento aciago en que tu espejo se rompe para convertirse en un cristal transparente.
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