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Medio siglo sin Keynes

Joaquín Estefanía

El 21 de abril de 1946 moría John Maynard Keynes de un ataque al corazón en su casa de Tilton (Gran Bretaña). Desaparecía así el economista más importante, el más influyente y seguramente el más leído del siglo XX. Medio siglo más tarde resulta conveniente interrogarse acerca de lo que queda de su pensamiento y si, en una economía tan mundializada como la que vivimos, aquella revolución keynesiana que lideró tiene espacio en el que moverse y espejo en el que mirarse.Keynes nació (como Schumpeter, otro gran economista de nuestro tiempo), por una casualidad del destino, el mismo año en que murió Karl Marx, el apóstol del otro gran sistema económico que ha dominado el planeta en los años centrales de nuestro siglo. Durante muchos años, marxismo y keynesianismo hubieron de medirse no solamente en el terreno de la teoría, sino en el de la práctica.

El papel de motor de la historia que para Marx y sus seguidores tenían los intereses sociales, fue para Keynes las ideas económicas. En su obra magna, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, escribe el economista inglés: "Las ideas justas o falsas de los filósofos de la economía y de la política tienen más importancia de lo que en general se piensa. A decir verdad, ellas dirigen casi exclusivamente el mundo. Los hombres de acción que se creen plenamente eximidos de las influencias doctrinales son normalmente esclavos de algún economista del pasado. Los visionarios influyentes, que oyen voces celestiales, defienden utopías nacidas algunos años en el cerebro de algún escribidor de facultad. Estamos convencidos de que se exagera enorme: mente la fuerza de los intereses creados en relación a la influencia que progresivamente van adquiriendo las ideas. En realidad, éstas no actúan de una forma inmediata, sólo lo hacen después de un lapso de tiempo... Pero son las ideas y no los intereses creados los que, antes o después, son peligrosos para bien o para mal".

El keynesianismo nació para corregir los excesos de la acción del mercado, la mercadolatría. Fue una especie de revolución pasiva del capitalismo, pues su objetivo consistió en mitigar las crueldades y los abusos más evidentes del mismo, para darle eficacia. Y también limitar los efectos de las recesiones, de modo que durante éstas, todos los ciudadanos tuviesen unos mínimos ingresos Con los que sobrevivir y consumir y, por tanto, hacer más segura su existencia; el keynesianismo limitaba la indignación y la capacidad de rebeldía de los ciudadanos, de modo que evitasen las tentaciones de mirar más allá, hacia los sistemas socialistas, en los que lord Keynes, por supuesto, no creía. Él era un conservador que pretendía, mediante la acción de la política económica, ayudar a sobrevivir al capitalismo; es decir, lo contrario que Marx.

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Fue una especie de concesión. Hay quien afirma que el principal éxito del socialismo real fue dotar a los países occidentales de unos sistemas de protección -en cuyo- origen está Keynes- que hicieron al capitalismo más humano e, insisto, más eficaz. Cuando desaparece el peligro del comunismo, el keynesianismo, que ya pasaba por momentos muy difíciles, se bate en retirada y hay muchos intereses e ideología s dispuestos a hacerle fenecer de una vez para siempre: ya no es necesario como última trinchera.

La revolución keynesiana hace hincapié en la intervención estatal selectiva, junto con la adopción de una actividad fiscal como política económica principal. Para su inspirador, el paro es el resultado de una caída de la demanda efectiva y, por tanto, para recuperar el pleno empleo es imprescindible reactivar el sistema económico con intervención pública. En la Teoría general... el autor explica que la economía puede encontrar un punto de equilibrio con desempleo y con una infrautilización de la capacidad de producción de las empresas; es decir, que la depresión no es, por naturaleza, un asunto temporal que se corrige automáticamente cuando cambia el ciclo; para romper con este nuevo equilibrio más bajo de la economía debe suplementarse la demanda existente con la ayuda pública, con el objeto de aumentar la demanda global y, de paso, elevar el empleo. Keynes mantiene también que hay una parte del flujo de ingresos, que proviene de intereses, sueldos, rentas y beneficios, que puede ser no gastada ni invertida, sino ahorrada, guardada como colchón de seguridad para los malos tiempos; el Gobierno debe tomar el equivalente a estos fondos no gastados e invertirlos para estimular la demanda.

Pero Keynes no fue sólo un economista. Como los grandes profesionales de este oficio, sus intereses y sus aficiones eran mucho más amplias. Fue uno de los animadores del Grupo de Bloombury (se le ve un momento en la reciente película Carrington) junto a artistas e intelectuales como Virginia Woolf, Lytton Strachey, los hermanos Bell, Forster, Brenan, Duncan Grant, etcétera. Esa ética y esa estética que practica en Cambridge, en Bloomsbury -junto a su mujer, la bailarina del ballet ruso de Diaghilev Lidia Lopokova- la refleja en alguno de sus escritos que reproduce uno de sus principales biógrafos Robert Skidelski (Esperanzas frustradas): "Éramos profundamente inmorales; repudiábamos cualquier obligación que nos forzase a obedecer a reglas generales, cualquier aceptación de la moral establecida, las costumbres., convenciones y la sabiduría tradicional. Raclamábamos el derecho a juzgar cada caso por sus propios méritos y reclamábamos también la sabiduría, la experiencia y el autocontrol necesarios para hacerlo correctamente. Queríamos ser jueces de nuestros propios medios".

Keynes pensó mucho más en los fallos del mercado que en los del Estado. La crisis fiscal del Estado abortó las- esperanzas de que la revolución keynesiana fuese una pócima universal para cualquier tiempo y país. La elasticidad de que hizo gala en los malos tiempos cambió de signo en los buenos; si para la recesión había remedio, cuando llegara la recuperación se debía aplicar lo opuesto: la reducción del déficit deliberado. Los intereses de los grandes grupos organizados han generado en muchas ocasiones enormes resistencias, a veces imposibles de superar, y la política keynesiana se reveló como una calle de dirección única.

La economía de final de siglo posee unas características muy diferentes a las de la pri

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mera parte del siglo: globalizada, sin responder a estímulos nacionales; con una conjunción de paro estructural y empleo cada vez menos estable e indefinido; de dualización social con un aumento de los excluidos, pero al mismo tiempo también de recuperación de los excedentes empresariales; de desmantelamiento del Estado del bienestar, casi siempre escaso, pero al que aspiran todos los que no están integrados en él; de movimientos rápidos, universales y masivos de capitales y de información, pero no de personas, etcétera.

Para estos problemas no sirve una buena parte de la filosofía keynesiana. El Estado-nación tiene, progresivamente, más zonas grises sobre las que se ve incapaz de actuar; los procedimientos sociales son más y más complejos y se les escapan nuevos estratos sociales. Dice Alain Minc: "La victoria del mercado va acompañada de la ascensión de zonas grises; lo gris avanza por todas partes, en los territorios, en las sociedades y en las realidades virtuales; por ejemplo, el mundo financiero, estableciendo unas distinciones cada vez más tenues entre lo permitido y lo prohibido, entre lo moral y lo inmoral, entre la autoridad legítima y los poderes ilegales, entre lo oficial y lo oficioso.

La gran lección de Keynes fue considerar a la economía como una ciencia de medios, de instrumentos, nunca de fines. Los profesionales de la economía deben aplicar el método de la prueba y el error para adecuarse a los tiempos y las circunstancias. Hay que separar el grano de la paja y actualizar lo que de permanente tiene el keynesianismo. En París acaba de ser editado un libro de un colaborador del liberal Balladur, que gráficamente se titula: Keynes, reviens. Ils sont devenus fous.

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