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Reportaje:VA DE RETRO

Necesítanse coches

El primer aparcamiento público de España empezó hace 37 años a trompicones

José Ynzenga, ingeniero de Caminos, y Eugenio Gutiérrez, arquitecto, buscaban desesperadamente en la década de los cuarenta inversores para construir el primer aparcamiento público de Madrid y de España en la plaza de Santo Domingo. Al anuncio que pusieron sólo se presentó un interesado. Ninguna entidad financiera ni pública estaba dispuesta a arriesgar un duro paria cobijar a unos cacharros que entonces eran un artículo de lujo. Mucho tiempo después, Eugenio Gutiérrez, fallecido hace cuatro años, pasaba factura a los timoratos banqueros al recordar en un breve libro la tortuosa historia de este aparcamiento. "A los medios financieros no tuvimos que agradecerles nada porque con una falta de visión total decían que quién iba a meter el automóvil en un sótano habiendo sitio en las calles".La ineptitud como augures no era patrimonio sólo de los banqueros. Las instituciones tampoco apostaban por el futuro del coche. El Ayuntamiento, sin ir más lejos, rechazó en 1949 el primer proyecto de Ynzenga y Gutiérrez, que incluía una estación de servicio y un taller mecánico para rentabilizar a corto plazo la inversión. El escepticlismo de quienes les rodeaban no mermó en nada la fe y el buen humor de los dos amigos, quienes cuando acudían a los organismos oficiales para exponer su idea se presentalgan como los hermanitos pobres de Santo Domingo.

La pacata visión de los inversores y poderes públicos parece hoy ridícula, pero hay que tener en cuenta que a finales de los cuarenta faltaba una década para que naciera el 600 y mucho más para que el utilitario se popularizara. Eugenio Gutiérrez reconocía en su libro que la primera preocupación del Madrid de la época era comer. "Había necesidades más apremiantes", relataba, "que hacer aparcamientos y se consideraba una locura construirlos, pues tener automóvil. se veía como una meta tan lejana que era casi un sueño". Sin embargo, los idos visionarios tenían claro que "había que preparar el alojamiento del automóvil como en los aeropuertos las pistas de aterrizaje antes de que llegasen los aviones". Con la ayuda de amigos cercanos y de los ahorros de toda la vida consiguieron en su segunda intentona con el Ayuntamiento que en 1955, ya con el conde de Mayalde al frente del consistorio, se convocase un concurso para construir el soñado estacionamiento con una capacidad de 150 plazas y unas tarifas de a peseta la hora. Al concurso sólo se presentaron ellos y, claro está, lo ganaron.

Durante los cuatro años que duraron las obras recibieron la visita del alcalde de París, más convencido que su homólogo madrileño en el futuro de las cuatro ruedas, y lograron la autorización para ampliar la capacidad hasta 300 plazas. En ese tiempo llegó también la inflación, y cuando el 22 de diciembre de 1959 se cortó la cinta inaugural, los pocos usuarios tuvieron que pagar la hora a una peseta con 50 céntimos. Para afrontar el aumento de costes de la obra, José y Eugenio constituyeron una sociedad, denominada Aparcamientos y Obras, SA, que hoy dirigen sus descendientes y que gestiona además el aparcamiento de la plaza del Rey.

Había pasado más de una década desde que fraguaron la idea y aun así el negocio era bastante ruinoso. El parque automovilístico de toda la región, incluyendo tractores, camiones y autobuses, apenas llegaba al millón de vehículos y tener una matrícula redonda como M-300000 aseguraba todavía un hueco en la portada de los rotativos. "Al principio tuvieron que hacer unos bonos con unas cuantas horas de regalo para los privilegiados que acudían en coche a los espectáculos de la Gran Vía", relata Jesús García, hoy secretario del consejo de administración y con un historial de 30 años en la empresa. "Entré a los 19 años como calcador en el estudio de Eugenio Gutiérrez y poco a poco fui ascendiendo". Jesús recuerda que sus jefes solían ir a Chicote a tomar el aperitivo desde Santo Domingo. Era una distancia corta, pero por supuesto la hacían motorizados sabiendo que podían aparcar en la puerta del bar en la mismísima Gran Vía sin temor a la grúa, al municipal o a las blasfemias de otros conductores. "Imagínese qué locura. Eso hoy es imposible".

Con el tiempo las previsiones de los hermanitos pobres se cumplieron a rajatabla. La ubicación privilegiada y el imparable crecimiento del parque automovilístico -casi 1.400.000 vehículos en 1994 sin contar con los que diariamente llegan de la periferia-, obligan con frecuencia a colgar el cartel de completo mientras una serpentina de coches espera a pasar por taquilla, pese a contar con 600 plazas distribuidas en cuatro plantas. "Las tardes y sobre todo las noches del fin de semana son horas punta", señala Jesús. Ni la crisis económica ni la degradación de la Gran Vía retrae a los madrileños de coger el coche. "Aunque existe el eterno debate sobre el cierre del centro al tráfico privado, creo que no se conseguirá nunca. La gente sigue subiendo en coche. La crisis sólo se nota a principios de año cuando llega el aumento de tarifas. Pero son sólo unos días. Te acostumbras a vivir de una forma y aunque suba el cine, las copas o el parking, al final sigues acudiendo porque también tienes que disfrutar un poco".

Mañana los gestores y los empleados rendirán un homenaje a José y a Eugenio con el descubrimiento en la fachada principal de una placa en su memoria. En el acto se espera contar con la presencia de las autoridades municipales, aunque una nube procedente de la plaza de la Villa se cierne sobre las rampas abiertas del estacionamiento. El nuevo Plan General quiere recuperar las plazas y no le gustan los aparcamientos como el de Vázquez de Mella o este mismo, los únicos exponentes del estacionamiento en altura. Jesús García prefiere obviar el tema hasta saber el resultado de la alegación que presentaron. A lo mejor Eugenio Gutiérrez no habría sido tan cauteloso, ya que en su libro aseguraba que, aunque no quería convertir el edificio "en un icono de la modernidad", sí merecía "un lugar destacado en la arquitectura madrileña".

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