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Luchar en vida, pelear tras la muerte

Pepita Bell-Lloch relata la odisea vivida para enterrar las cenizas, 'clandestinas' de su compañero

Una tarde de enero de hace casi dos décadas sonó el teléfono en una buhardilla de la calle de Atocha en la que vivía Pepita Bell-Lloch. Esta mujer, que tiene ahora 69 años, había regresado a Madrid en 1972 tras un largo exilio de más de treinta años en Francia. Al otro lado del teléfono, una psiquiatra rumana amiga suya, Elena Bravie, le informó que se encontraba en la capital española "acompañada de Manuel". Pepita enmudeció de la impresión. Sabía que la persona con la que había compartido su vida y padre de sus dos hijos regresaba, literal mente, hecho polvo. En una pequeña urna, la doctora había transportado hasta Madrid las cenizas del hombre que en 1941 abrió los pasos en el Pirineo catalán, por donde miles de españoles cruzaron clandestinamente la frontera en ambos sentidos. Comenzaba para Pepita la odisea de cómo enterrar en un cementerio madrileño los restos de Manuel Torres Monterrubio, más conocido por Ramón, o Eugenio y también Julio, quien había muerto en Bucarest en 19721 a los 61 años, a causa del mal de Alzheimer.

"Elena no se podía imaginar el problema que me había planteado", explica Pepita. "Yo no tenía papeles ni nada que acreditara que era familiar mío. Ni siquiera nuestros hijos llevaban su apellido. Yo estaba muy afectada y no que ría de ninguna manera que me trajera la urna a casa. La llevó ,al. domicilio de unos amigos y me fui a ver a Santiago Carrillo [entonces secretario gene ral del Partido Comunista de España]. Su secretario, Julio Arestizábal, me dijo que no me podía recibir. Le conté la historia, pero me aseguró que no podían hacer nada por mí. Me enfadé muchísimo". "No quiero dar la impresión de que me trataron mal. El partido atravesaba unos momentos muy difíciles y la dirección tenía entonces muchos problemas que afrontar", añade.

Manuel -o mejor, Ramón, como siempre le llamó su compañera- había sido la mayor parte de su vida un ciudadano en la clandestinidad, tanto en España como en su exilio francés, que comenzó en 1939. Cuando enfermó gravemente en París a principios de los años setenta no le dejaban morir en ningún hospital galo por carecer de documentación legal. En teoría, no existía y, por tanto, no podía morirse. Por eso, tuvo que marcharse a un hospital de de portados en Rumania. Ahora, una vez muerto, seguía sin existir. Por suerte, Pepita trabajaba por aquella época en el despacho laboralista de María Luisa Suárez y conocía a algunos sindicalistas de la funeraria. "Les conté que no sabía cómo enterrar a un camarada clandestino. Me eché a llorar. Les confesé que era mi compañero y prometieron ayudarme".Peko todavía quedaba un escollo por salvar. Se requería un certificado del Ministerio de Sanidad. para el enterramiento. "En el ministerio nos recibió una secretaria y cuando nos preguntó por el cadáver, Elena, que era muy salada, contestó: '¡Pero qué cadáver, si el muerto está en una cajita así de pequeña!', decía haciendo gestos con la mano. La funcionaria abrió los ojos muy asustada y exclamó: '¡Señora, entiérrelo en su jardín!'. Aquí no estaban acostumbrados a la incineración".Como no tenía dinero para asumir los gastos, le tuvieron que prestar las 10.000 pesetas que costaba el columbario para albergar las cenizas. "Cuando el marmolista me preguntó por la inscripción que deseaba poner en la placa y le dije que la hoz y el martillo casi se cae de espaldas. Aunque estábamos en 1977 y había una cierta apertura política, me dijo que no era posible. Al final, me permitió poner una estrella de cinco puntas, las palabras militante comunista, su nombre legal y las fechas de su nacimiento y muerte".No quiso flores ni ritos fúnebres. Un grupo de ocho personas -incluido un representante del PCE- enterró una fría mañana de invierno de hace 19 años, en el cementerio Civil de Madrid, a Manuel Torres Monterrubio. Desde aquel día, Ramón dejó de ser un clandestino.En la actualidad, Pepita, jubilada y abuela de dos nietos, vive sola en un pequeño piso. Pasa muchos ratos con su hija Aurora, una profesora de matemáticas de 43 años, y de vez en cuando recibe la visita de su hijo Ramón, que se quedó a vivir en Francia. Dice que le costó adaptarse a Madrid después del largo exilio. "Regresé porque al morir Ramón me quedé muy deprimida y los médicos me aconsejaron que volviera a España. Yo, que venía de un ambiente progresista y fenomenal de una ciudad como París, me encontré con un Madrid negro y sin libertades. Para colmo, mi primer trabajo fue en una casa de usureros por la zona de Retiro. Afortunadamente, me llamaron de un despacho laboralista, donde estuve una década, aproximadamente. Aun así, fue muy duro y tardé casi cinco anos en adaptarme", aseguraAunque no milita en ningún partido, afirma que sus convicciones políticas son las mismas por las que arriesgó su vida hace medio siglo. Ella perteneció también al equipo de guías que ayudaba a la gente a cruzar la frontera y atravesar los Pirineos durante la dictadura franquista. Tenía sólo 19 años y en este trabajo conoció a Ramón, que le doblaba la edad. En un maletín conserva parte del material que usaban en las arriesgadas expediciones: guantes usados por compañeros que perdieron la vida, cuchillas de afeitar, brújulas y reglas, y ediciones muy reducidas de libros prohibidos aparentemente inocentes como las Novelas ejemplares de Cervantes, o Ejercicios espirituales, colaban el Manifiesto comunista o La lucha por la república. "Salvo a mi familia y a algunos amigos, nunca he querido mostrar a nadie todo este material. Me gustaría donarlo a alguna institución o museo. Pero creo que no existe ninguno donde se recopile y conserve este tipo de documentos", concluye.

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