Los olores de Madrid
En otra época quizás tenía sentido almacenar en la remota memoria el olor más temprano. Hubo quién recordaba el de la leche materna, cuando los niños mamaban. No ha pasado mucho tiempo y la propia vida se nos representa como una asignatura exótica, concierto aire de castiza curiosidad. Aquella niñez y adolescencia pertenecen a un mundo incomprensible, que mueve a la incredulidad, a la chanza, posiblemente, a la conmiseración y, en todo caso, al desinterés. Compruebo que mis coetáneos supervivientes evitan perder el tiempo de ahora recordando el tiempo ido. ¿Cómo -y para qué- explicar que los muchachos de los años treinta usábamos cuellos postizos, almidonados, que se unían a la tirilla de la camisa por medio de un pasador, metálico o de hueso, en la nuca y, a través de cuatro dobleces, sobre la nuez? ¡O que, a los 16 años, una señorita transitaba entre las enaguas y la combinación, el casquete de fieltro en invierno y la pamela veraniega? Ridículo.Carecen de sentido y referencia las alegres modistillas, o las chicas que salían, risueñas nos preguntamos a cuento de qué, del obrador de plancha, quizás se encuentren hoy ante las, ventanillas del Inem o junto a la academia de idiomas o informática. A juzgar por los anuncios breves, el más amplio mercado de trabajo está en el sector servicios, rama relax, masaje u oferta amorosa de cualquier sexo. Nada es como fue, ni remotamente.
El ciudadano tiene hoy atrofiado el olfato, por la sutil concurrencia y confusión de exhalaciones que se han apoderado de las calles, para unificar y anular cualquier identificación. Cada ciudad tuvo sus efluvios, que iban de la fragancia a la fetidez. La ventilada Segovia nada tiene en común con la estancada Venecia, por ejemplo. Hasta hace menos de 40 años existía en Madrid ganado vacuno estabulado; el tibio vaho de la ubre repleta y la paja caliente nos sorprendía en cualquier esquina (recuerdo la de las calles del Cardenal Cisneros y Jordán). El aroma del pan, alentado por las frecuentes tahonas; el perfume atrayente del café que tostaba en plena calle un aprendiz, dándoles vueltas a aquellos esféricos sonajeros. De lejos se venteaban los churros y buñuelos crepitantes y hasta el dulzor verdoso del paloduz.
Los patios de la vecindad, hacia el, mediodía, se henchían con las exhalaciones culinarias, desde el proletario hervor de las hortalizas y la fritanga de casquería hasta el apetitoso cordero guisado del principal., "Huele que alirnenta", decían. Cada barrio, cada calle, cada piso y tras cada puerta olía diferente. En las rúas estrechas de los barrios populares y verbeneros se derramaba el aliento de la albahaca, desde las macetas, defendidas por rejas, en los pisos bajos. Rubricaban el mensaje del hortelano, las manzanas del norte, la fresa de Aranjuez, la naranja y la clementina. Nos solicitaban las gambas a la plancha, la rodaja del calamar en el bocadillo y hasta podía seguirse la tenue estela salada del vendedor de la mojama y las bocas de la Isla. Ya no hay en el paisaje del jardín infantil el barquillero, que se echaba a la espalda, despreocupadamente, el establecimiento. Y ¡cómo rememorar el tufo de la gasolina mal quemada de los automóviles estrepitosos, ni del hule mojado de los coches de punto! "Y al caballo, una torrija", decía el auriga trasnochador, atizándose un lingotazo de orujo, sin bajarse del pescante.
Mucho avanzó la higiene corporal y puede afirmarse que es la nuestra una de las capitales más limpias del mundo. Ya hace un cuarto de siglo contábamos con el doble de instalaciones sanitarias que París, sin ir más lejos. A cambio del aseo perdimos la múltiple identidad que impide al vecino extraviarse en su propio pueblo, dentro de cuyo ámbito le servían de guía las narices.
Madrid fue un congreso de colores, sabores y olores, algunos felizmente desaparecidos. En nuestros días, una ciudad habitada por gentes que perdieron. el olfato, de lo que no sabe uno si congratularse. ¿A qué huele nuestro Madrid?
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