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Elecciones europeas y actitudes castizas

Los resultados de las elecciones han sido, en los últimos 20 años de vida democrática, los más similares a las opciones electorales europeas. Frente a los vuelcos de 1982, frente a la hegemonía posterior, los comicios del 3 de marzo han dado a luz un Congreso de los Diputados semejante a la mayor parte de las asambleas de los países de la UE. En efecto, salvo el caso británico, donde el bipartidismo es una constante, o Francia, donde la desdichada bipolarización oculta una derecha extremadamente plural, en el resto de la Europa democrática no se dan más que por excepción las mayorías absolutas. A eso suele conducir el sistema electoral proporcional, conscientemente consagrado en nuestra Constitución, como reflejo bastante fiel del pluralismo político de la sociedad. Cuando los electores españoles, pese a la intoxicación demoscópica y mediática, han decidido poner fin a las hegemonías, en vez de limitarse a cambiarlas de signo se han comportado con la misma prudencia que los flamencos o los escandinavos. Si la convergencia con la Europa más avanzada es la meta deseable y por todos compartida, está claro que ha empezado por la política antes que por la economía, y su avanzadilla es la conducta electoral.A electores tan europeizantes deberían corresponder conductas políticas del mismo signo. Como más allá de los Pirineos, la mayoría absoluta es algo excepcional, el entendimiento poselectoral es lo normal, y, por eso, muchos de los gobiernos en el ámbito de la UE son gobiernos de coalición. Una: coalición que, claro está, no se improvisa. y que viene facilitada por la propia estructura de los partidos políticos -plurales en su orientación y en su dirección; baste pensar en el ejemplo de la Democracia Cristiana italiana de 1946 a 1993- y por la ausencia de enfrentamientos radicales que ha caracterizado la vida política europea desde fines de la II Guerra Mundial. La cultura del pacto y de la coalición exige que sus protagonistas, las fuerzas políticas con representación parlamentaria, sean grandes equipos y no meros séquitos; que su fundamento sea algo más objetivo que las meras pretensiones de poder, para que los entendimientos posibles tengan referencias algo más objetivas que la mera voluntad de mandar; que, en fin, su enfrentamiento no sea radical, porque nadie se fía a la hora de pactar del enemigo cuya destrucción se busca o del que se teme lo peor.En España, a decir verdad, se debieran dar todas las condiciones para que las actitudes de las fuerzas políticas y de sus líderes fueran tan similares a las europeas como las de los electores españoles. Nuestra sociedad es, como corresponde a su grado de desarrollo económico y cultural, una sociedad moderada en la cual no existe base objetiva para los enfrentamientos radicales, y las autonomías políticas han abierto el cauce para la solución de los conflictos nacionales que nos son propios., No se trata, claro está, de una situación idílica y ni siquiera fácil; pero debiera estar muy lejos de plantearse como una situación crítica. Y, sin embargo, a pesar de la ejemplaridad electoral, en sus formas y en sus resultados, y de la vigencia de los procedimientos constitucionales ideados precisamente para situaciones como ésta, no falta quien pretenda vivir y hacer vivir como drama lo que debiera entenderse como normalidad. Y eso no se debe ciertamente a las condiciones objetivas, sino a las subjetivas, es decir, no a problemas sociales de base sino a actitudes políticas de cúpula y a sus corifeos en los medios de comunicación.

En primer lugar, a la tensión política de los últimos años, al acoso y derribo del Gobierno para lo cual no se ha tenido empacho en erosionar gravemente el Estado, intentar dividir la sociedad y crear falsos problemas donde, según se dice ahora, no existe dificultad alguna.

En segundo término, a la disparatada campaña electoral que hemos vivido en las últimas semanas, en la cual se ha tratado de satanizar al adversario, fomentando siempre el voto a la contra sin molestarse en plantear opciones concretas que no sólo hubieran templado la polémica, sino facilitado el pacto ulterior y su endoso por parte del propio electorado, algo que las directivas de los partidos deberían acostumbrarse a tomar en consideración cada día más. Tercero y último, por la infantil tendencia a la inmediatez de los resultados, tan contraria a la experiencia europea a la hora de gestar coaliciones gubernamentales y pactos de legislatura. Una tendencia que se enraíza en el particularismo e incluso en el yoísmo de quien no quiere ni sabe contar con los demás continúa en el triunfalismo de la voluntad y está abocada a lo que Ortega denominara "acción directa". Es claro que cuando se pretende superar tales condicionamientos, diciendo lo contrario de lo hasta ahora dicho con análoga imprecisión y sin mayor contenido objetivo, no se salta más allá de la propia sombra, algo difícil de conseguir. De actitudes tan castizas que son la constante de una España Invertebrada es de donde procede la incapacidad para hacer frente a unos resultados electorales netamente europeos.

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Y, sin embargo, hoy más que nunca y en aras de un buen funcionamiento y aun del mantenimiento del sistema, sería necesario un esfuerzo de sentido. común que abandonara el endémico casticismo y llevara la política española a la altura del tiempo y la madurez que la sociedad ha demostrado ya que tiene. Para ello no hay fórmulas milagrosas ni estrategias deslumbrantes, sino, más bien, aplicar la lógica del parlamentarismo tal como lo diseña nuestra Constitución y se practica en las democracias de nuestro entorno.La Constitución marca unos trámites que no son meras formalidades. Más aún, mal les iría a las instituciones si en una situación como ésta se convirtieran en cascarón vacío. También señala unos plazos que no están ahí para dilatar sin más, sino que deben ser aprovechados, si necesario fuera, hasta el final. ¿Cómo? Llenándolos de contenido objetivo. Porque lo que más importa no es la investidura o el reparto del poder o, lo que es su frecuente e insignificante sucedáneo, la colocación de, cargos, sino lo que se va a hacer en tiempos concretos y sobre cuestiones concretas. El programa del futuro Gobierno, que no se explicitó en la campaña electoral, que sigue sin definirse y que no parece preocupar a los que desde la política, las fuerzas económicas o los. medios, de comunicación, claman todos los días por el pacto electoral. Porque lo que interesa en una sociedad democrática de fines del siglo XX es lo que se va a hacer, y lo demás se dará de añadidura y como garantía de eficacia y de compromiso. Sin embargo, lo que parece tiene absorta a la opinión pública española es quién lo va a hacer y, más aún, contra quién se va a hacer.

Un contra que resulta harto peligroso para la eficacia del hacer mismo. Porque los problemas institucionales -autonomías nacionales, económicos -criterios de convergencia- y sociales -coste de la aplicación de dichos criterios- requieren, cualquiera que sea la fórmula de gobierno a la que se llegue -concentración, coalición, pacto de legislatura, gobierno minoritario-, un amplio grado de consenso. y colaboración entre las fuerzas políticas, las triunfantes y las derrotadas, y en tomo suyo, no en su lugar, de las fuerzas sociales. Un consenso sobre los objetivos y los medios, los tiempos y las garantías recíprocas. Algo rigurosamente contrario a lo que hasta ahora se ha venido haciendo, como contrario es el casticismo al europeísmo.Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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