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¿Elecciones de transición o nuevo ciclo político?

Es posible que los resultados de las elecciones, del pasado domingo cierren el ciclo político que se abrió en octubre de 1982 con la victoria del PSOE por mayoría universal. No obstante, podemos preguntamos si al mismo tiempo que ese ciclo (supuestamente) se cierra se abre uno nuevo, o bien nos encontramos ante unas elecciones gozne que marcan la transición entre el ciclo que en apariencia ha acabado y uno que no ha terminado de definirse en este proceso. A un primer (y, desde luego, provisional) intento de explicación de las consecuencias sobre el sistema político de este episodio electoral de imprevisto desenlace se dedican las reflexiones que siguen.Superado el primer shock que provocó la distancia entre pronósticos y realidades, y que dio lugar a que en la noche electoral los derrotados compusieran figura de vencedores, en tanto que estos últimos podían apenas evitar que la sombra de la decepción asomara a los rostros, aparecen algo más francas las realidades que las urnas arrojan. Hay en ella tres factores: gana quien solía perder, pierde quien solía ganar, y la distancia entre uno y otro es la más pequeña nunca registrada entre los partidos principales en la historia electoral que arranca de 1977. Es verdad que la victoria del PP resulta funcionalmente precaria, pero sería, inadecuado calificarla de pírrica; siquiera sea por comparación, hay que decir que el PP obtiene casi el mismo porcentaje y millón y medio más de votos que los que obtuvo el PSOE en 1989, en su última mayoría absoluta. En todo caso, el hecho de que siga habiendo en el Parlamento 11 fuerzas políticas, y que las dos mayores disfruten casi del 85% de las plazas disponibles, indica que, en términos de sistema de partidos, existe una notable continuidad de estos resultados con los de tres años atrás. Incluso la distancia electoral entre populares y socialistas (15 escaños), siendo más reducida, se aproxima a la que en sentido inverso se dedujo de la contienda del 93.

¿Estamos, por tanto, hablando de un nuevo sistema, cuyas líneas de equilibrio básico resultan de la conjunta consideración de las elecciones de 1993 y 1996? Esta interpretación sería la lectura que en positivo extrae Josep M. Colomer (EL PAÍS, 5 de marzo) de los resultados del domingo. Según la misma, habríamos abandonado -de por vida- la excepcional concentración de fuerza política que surge de las elecciones de 1982 y nos encaminaríamos hacia un sistema de alternancias entre el PP y el PSOE, siempre complementados por alguna o algunas de las minorías que con ellos completan el arco parlamentario.

La lectura es tentadora por lo reconfortante, pero, en mi modesto criterio, no es la única que estos resultados avalan. Cabría, desde luego, otra más o menos formulada en los términos siguientes: si, bajo las circunstancias en que se ha desarrollado la elección, González retiene más del 37% del voto -es decir, pierde apenas un 3% de espacio electoral sobre su última victoria- y deja la ventaja de su oponente reducida a 300.000 votos, las virtudes reequilibrantes del resultado parecen menos evidentes.

A su vez, los resultados del PP abren interrogantes de no menor calado. ¿Estamos ante el techo de la derecha (o del centro-derecha) o ha faltado un aporte final que diera mayor contundencia a la victoria del PP? Argumentos hay para pensar lo uno como para sostener lo otro. Por un lado, la concentración del voto obtenida por el PP es claramente superior a la más alta históricamente alcanzada por cualquier partido de ese espectro desde 1977. Pero, por otro, el resultado ha quedado por debajo de tina expectativa vigente durante los meses anteriores en base a las encuestas, que no es necesario dar por supuesto que estuviera equivocada cuando se formuló, y tampoco supera la suma de UCI) y AP en los anteriores a la marea rosada del 82.

Despejar esa incógnita en uno u otro sentido no es baladí a la hora de pronunciarse sobre el modelo electoral que surge del 3-M y su posible desarrollo. Si el PP "guarda" aún algún potencial de crecimiento, el sistema podría ser viable y garantizar la alternancia entre un poco de centroderecha (PP) y otro de centro-izquierda (PSOE). Si ése no fuera el caso, nos encontraríamos ante una situación que reproduciría los límites de competitividad electoral bajo los que el sistema ha funcionado desde 1982 hasta por lo menos 1989, límites que otorgaban la condición de ganador necesario al PSOE en todo proceso electoral. En efecto, si bajo estas condiciones el PP ha llegado a su techo, la cercanía respecto al suelo del PSOE sugiere que, bajo cualesquiera otras circunstancias, éste sería el indefectible ganador de futuras elecciones.

Muy probablemente, la situación no sea tan tensa. Ni el PP ha alcanzado necesariamente el techo ni los factores que han recortado tan drásticamente su imaginada victoria sobre el PSOE son todos estructurales ni invariables. Pero sucede que el propio resultado y la combinatoria de soluciones de gobierno que aquél permite dificultan, o por lo menos no facilitan, el que se den las condiciones de prueba de viabilidad de este sistema. Me refiero a las dificultades extremas que en este cuadro va a enfrentar la formación de un Gobierno estable. Sin él, no es difícil imaginar que prevalecieran más bien los elementos que conducen al esquema no competitivo.

Toda esta situación tiene que ver en el fondo, me parece, con varios datos que no sé si se están analizando con cuidado. Uno es la persistente asimetría que se observa entre los bloques electorales de izquierda estatal (PSOE más IU) y derecha o centro-derecha del mismo ámbito (PP). A ese respecto, el hecho de que la penetración electoral agregada del PSOE más IU (48%) no se corrija en absoluto tras este proceso respecto al de 1993 debe conducir a alguna reflexión sobre la porosidad relativa de los espacios de izquierda y derecha. Otro, complementario del anterior, se refiere a los severos límites de colescibilidad que esa situación le impone al PP: bajo estos supuestos, su único complemento viable es siempre CiU, con el que la proximidad respecto al modelo económico es más un freno que un estímulo a la cooperación, puesto que recíprocamente se disputan similar espacio electoral, aunque sea limitado a Cataluña. Por el contrario, el PSOE podría beneficiarse no sólo de su propia solidez como vehículo electoral de alto rendimiento, sino de un mayor margen de maniobra en cuanto a su capacidad de encontrar apoyos alternativos a su derecha (CiU y PNV) o a su izquierda (IU), sobre todo si hay en esa formación algún cambio de personas o de estrategias.

Ante semejante panorama, me parece prematuro cualquier pronunciamiento sobre el "valor" de estas elecciones en términos de sistema político. No creo que un correcto entendimiento de las virtudes de la democracia obligue forzosamente a admitir que el resultado de unas elecciones sea siempre el mejor posible para el sistema en que se producen. Decisiones individuales respetabilísimas, libres y hasta sabias pueden cristalizar por agregación en fórmulas no necesariamente viables ni positivas. El riesgo de que estemos ante una de ellas parece tan claro que no hace precisa la insistencia. El que finalmente se encajen las piezas de este complicado puzzle sería, ésta sí, la inesperada sorpresa que este sorprendente proceso tendría aún que deparamos.

José Ignacio Wert es sociólogo.

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