La hora de todos
La hora de todos no es la de Quevedo, la muerte con su guadaña igualadora, sino la que va a vivir España el 3 de marzo próximo: la de las elecciones generales, ocasión en que los ciudadanos españoles decidirán si quieren continuar con el gobierno que tienen o cambiarlo.Acto central y símbolo de la democracia -para saber si una sociedad tiene derecho a llamarse libre lo primero es averiguar si en ella se celebran elecciones genuinas o amañadas-, el votar está lejos, sin embargo, de satisfacer a todos los demócratas. Hay quienes justifican su abstencionismo electoral en nombre de la propia democracia. Jesús Mosterín, por ejemplo, profesor de Filosofia de la Universidad de Barcelona, quien, en uno de sus excelentes artículos (Mercado; democracia: por qué no voto, EL PAÍS, 17 de abril de 1995), explicaba hace algún tiempo que no participa en las elecciones porque éstas, a diferencia del mercado, "democracia flexible y sofisticada" que permite al consumidor "elaborar su propia cesta con elementos procedentes de diversas ofertas", imponen al elector una toma de posición "de modo binario, sí o no, blanco o negro, sin matices métricos", lo que le impide expresar de manera cabal sus preferencias.
Impecable como descripción y defensa de la naturaleza profundamente democrática del mercado libre, esta tesis resume muy bien la frustración que innumerables electores hemos experimentado al depositar nuestro voto en un ánfora por una lista cerrada sin haber podido estructurar un menú propio con candidatos de diferentes listas, o, todavía peor, por haber tenido que votar no a favor sino en contra, para evitar que ganara el candidato que nos parecía peor. Ahora bien, saltar de esta frustración a abstenerse de votar, como Jesús Mosterín, me parece equivocado, por razones que trataré de ilustrar con mi ejemplo en el contexto de la inminente consulta española.
El hecho más saltante de la campaña electoral ha sido, hasta ahora, dos horrendos crímenes cometidos por ETA, algo perfectamente previsible, por lo demás, pues nada estimula tanto a las bandas terroristas a cometer sus fechorías como un proceso electoral. Y, en segundo lugar, la escasa, para no decir nula, controversia intelectual entre los partidos contendientes. Hay una intensa actividad política, desde luego, los inevitables golpes bajos y hasta algunos exabruptos, pero nada que pueda considerarse un cotejo crítico más o menos riguroso, ante el gran público, de los diferentes programas y planes de gobierno. Esto no es casual. La razón profunda es que, si se escarba un poco por debajo del mero fraseo y de los golpes de efecto dirigidos a la galería, en las propuestas del partido de gobierno (el Partido Socialista de Felipe González) y las de quien, si la tendencia que señalan las encuestas se mantiene, va a sucederlo (el Partido Popular de José María Aznar) cuesta trabajo establecer diferencias fundamentales o, incluso, muy importantes. Tal vez esto refleje un vasto consenso en las democracias occidentales a favor del status quo que elimina de hecho toda alternativa traumática a lo existente, lo que, de un lado, explica la gran estabilidad social de los países avanzados, pero conlleva, de otro, un riesgo de decadencia.
Si ganan los populares, habrá una módica bajada de impuestos, más privatizaciones de empresas públicas, una cauta reducción de la burocracia, de los ministerios y del gasto estatal, y un empeñoso esfuerzo para impedir y sancionar la corrupción. Todo eso está muy bien, desde luego, pero ése es un programa de corte socialdemócrata que suscribiría cualquier socialista moderno y que explícitamente descarta toda reforma significativa en los dos asuntos que van a determinar en buena parte, en los años inmediatos, la situación social, la creación de la riqueza, la oferta de empleo, la competitividad de las empresas y, en una palabra, la posición de España en la Unión Europea y en el mundo: el régimen de pensiones y la legislación laboral. El Partido Popular se compromete a mantener el "Estado de bienestar" (la expresión adquiere cada día más una connotación burlesca) tal como se encuentra, lo que, desde mi punto de vista, lo ata de pies y manos para emprender una política verdaderamente eficaz contra el altísimo desempleo existente (23% de la población laboral) y a favor de la elevación de vida del conjunto de la sociedad, en especial la de los sectores de menores ingresos. Es probable que sólo un programa de esta índole le permita alcanzar el poder; al mismo tiempo, será un obstáculo tremendo para una reforma profunda de la economía española.
España es una democracia que, pese a los crímenes de ETA y a los periódicos escándalosos, goza de buena salud institucional su prensa es libre; sus jueces y tribunales, bastante independientes; su nivel educativo, alto; sus Fuerzas Armadas, sindicatos y partidos políticos, democráticos; y su vida cultural una de las más intensas y creativas del mundo-, pero el rápido desarrollo económico que vivió desde los años sesenta se ha estancado y, desde hace algún tiempo, retrocede. Para saberlo, basta consultar el libro Economic freedom of the world, de James Gwartny, Robert Lawson y Walter Block, publicado por el Fraser Institute de Canadá, una cuidadosa investigación auspiciada por los 11 institutos liberales más prestigiosos del mundo, donde, en lo tocante a la libertad de su economía, la condición primordial para el desarrollo y la creación de la riqueza en nuestra época, España aparece en el puesto vigésimo tercero. No sólo están por delante de ella casi todos sus socios europeos -entre ellos, Irlanda y Bélgica- y los países del sureste asiático, sino, en América Latina, hasta Costa Rica y Panamá. Un solo dato de este análisis señala la raíz del problema: en España el Estado consume la mitad de la riqueza que produce el conjunto de la nación, en tanto que en Estados Unidos apenas un tercio, y, en los países emergentes del Pacífico, porcentajes que van del 15% al 25%. La conclusión es clarísima: si no se reduce drásticamente esa ficción llamada "Estado benefactor", las muchachas y los muchachos españoles van a encontrarse cada día más con un mercado laboral que se encoge como una piel de zapa y con unas oportunidades y condiciones de vida peores que las de sus padres.
El prudente programa de reformas que ofrece el Partido Popular no está en condiciones de corregir este estado de cosas, sólo de atenuar un proceso de deterioro que, si sigue su curso, puede terminar a la larga por generar graves convulsiones sociales y políticas. No sé si José María Aznar ha ido centrando su programa económico hasta confundirlo casi con el de los socialistas, por pragmatismo, para ganar los votos de este vasto sector, que, aunque descontento con el gobierno actual, rehuyó votar por él en la elección de 1993 porque fue sensible a la campaña del miedo al coco que desataron contra él los socialistas ("¡Que viene la derecha!"), o porque ha llegado al convencimiento de que, hoy día, dada la cultura imperante en la Europa occidental, es pura y simplemente imposible para un partido político conseguir un respaldo popular suficiente para desmontar el supuesto "Estado de bienestar". Y, si fuera esto último, es posible que no le haya faltado razón. Pero, para el caso, no importa, pues el hecho es que, en una sociedad democrática, los compromisos electorales de política social y económica se hagan por convicción o por táctica; después deben cumplirse, como acaba de recordárselo brutalmente al Gobierno de Alain Juppé, en Francia, la ola de huelgas y manifestaciones que paró en seco la mínima reforma que en la campaña electoral Jacques Chirac se había comprometido a no emprender.
Pero, pese a que la suya no es la propuesta de reformas liberales que yo quisiera para España, voy a votar por el Partido Popular. Entre las que se disputan mi voto, es en todo caso la menos alejada de mi propio ideal. También lo haré porque, aunque su política económica no sea la que me gustaría, creo que el cambio de persona; y de partido en el gobierno devolverá al pueblo español un entusiasmo con el sistema democrático que ha comenzado a entibiarse, y que desembotellará la atmósfera crispada, de frustración, de encono y de parálisis, en que ha vivido el país estos últimos años, en razón de los escándalos en que se han visto comprometidas gentes del Gobierno o próximas a él y porque creo que, en el tema gravísimo de los GAL (el uso de métodos terroristas por parte de altos escalones del Estado para combatir el terrorismo de ETA), el Gobierno actuó de una manera injustificable que merece una penalización electoral. (Este es un argumento que ha desarrollado hace poco el filósofo Eugenio Trias de modo ejemplar). Y lo haré, finalmente, porque tengo la esperanza de que dentro de esas tres corrientes (o familias, como dicen en España) que integran el partido de Aznar los conservadores, los democristianos, y los liberales- las ideas de estos últimos, gentes que admiro y respeto como Pedro Schwartz, Aleix Vidal-Quadra, Miguel Ángel Cortés, Esperanza Aguirre y muchos jóvenes de la nueva hornada- vayan impregnando poco a poco al resto de la formación y acorralando cada vez más al sector carca y mercantilista, que también se ha insertado allí y que será -quién lo duda- uno de los pesos muertos peores con los que tendrá que bregar Aznar si los electores lo llevamos al poder.
La democracia no promete bajar el paraíso a la tierra, ni siquiera garantiza buenos gobiernos. A lo más, la posibilidad de remover pacíficamente a los que ya no responden a las expectativas y reemplazarlos por algo que, esperamos, resulte mejor. La posibilidad del error le es consustancial, como al ser humano cuando piensa y actúa (o vota), y por eso, aunque imperfecto, es un régimen superior -menos cruel, menos falible a las utopías totalitarias, que, como excluyen de entrada la posibilidad de equivocarse, no pueden evolucionar, sólo perpetuarse tal como son o desplomarse.
Por eso, yo también, como el profesor Jesús Mosterín, confío en que haga buen tiempo el 3 de marzo (era el deseo con el que terminaba su estimulante artículo), pero no para ir a las playas, sino a los centros de votación. Ojalá los encuentre atestados.
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