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De Argelia a Euskadi

Antonio Elorza

Me lo explicaba un antiguo dirigente de HB: uno de sus principales logros había consistido en que el cuadro de referencia para sus militantes no fuera ya europeo. La tarea había sido acometida desde muy pronto por el nacionalismo radical de la posguerra. Federico Krutvig, al actualizar a principios de los sesenta en su Vasconia los planteamientos sabinianos, define ya la situación vasca como una dependencia colonial de España y de Francia, para superar la cual resulta preciso un movimiento armado de liberación inspirado en modelos extraeuropeos (Mao Zedong, Ho Chi-minh).La propuesta pudo parecer delirante, y de hecho lo era en su contenido, pero. permitía cubrir dos objetivos fundamentales. El primero, legitimar la adopción de un tipo de violencia, la guerrilla urbana, para el cual no cabía encontrar referencias en Europa. El segundo, conferir a esa acción violenta un marchamo progresista, en cuanto movimiento de liberación nacional. No cabe extrañarse de que el nacionalismo radical siga aferrado al esquema de Krutvig, en lo esencial, cuando ha transcurrido ya más de un tercio de siglo. La "ferocidad" (sic) de la supuesta guerra revolucionaria se justifica además por la "espiritualización", por el carácter idealista del proyecto nacional, hermanado a las causas más nobles de la tierra. El atentado mortal contra "el enemigo", en términos militares e ignacianos, ve borrada su inhumanidad por esa adhesión a las grandes causas, como la palestina o, hace pocos años, la de Nicaragua, verdadero hallazgo, casi tierra de peregrinación en que se fundían la afirmación nacionalista, el antiimperialismo y la presencia en lugar destacado de religiosos revolucionarios que tan bien encajaban con la mentalidad de los radicales vascos.

Porque la cohesión interna del nacionalismo radical, forjada bajo la opresión franquista, pero con sólidas raíces en el pensamiento de Sabino Arana, viene precisamente de ese fondo religioso de su militancia política. Son creyentes, cruzados de la causa, por evocar sus antecedentes históricos, y no simples adherentes a un programa político. En estas últimas décadas han ido creando una microsociedad, cuyos frutos positivos pueden apreciarse en la nueva generación de Jarra¡, tan agresivos ellos, pero, como me recordaba el citado ex HB, unos buenos chicos, amantes de su patria y del estudio, adorados por sus amonas (abuelas). El único problema ha surgido cuando otros sectores de la sociedad vasca, pacifistas, demócratas, hartos de contemplar muertes y secuestros, han comenzado a hacerse visibles y a disputarles el monopolio de una calle que era suya. Ante esa amenaza, el integrismo deviene fascismo.Para dar ese salto han contado con un factor de legitimación decisivo y, lo que más importa, esta vez no un mito, sino una realidad: los GAL. Es algo que los González, Leguina o Barrionuevo ignoran, o quieren ignorar, a pesar del daño incalculable que representa para la legitimidad de ese Estado que dicen defender. Porque no se trata obviamente para el "sistema ETA" de hacer justicia, sino de convertir a los GAL en la prueba de la culpabilidad esencial del Estado español en sus relaciones con Euskal Herria. Con ello puede además justificarse, desde su perspectiva, el viraje que supone la nueva importación táctica, por lo demás muy ajustada a la lógica del exterminio del otro propia de los integrismos. La meta no es ya sostener el pulso bélico, cada vez más débil, sino golpear, según el patrón argelino, uno tras otro, a puntos sensibles de la sociedad y del Estado en España, haciendo que la convivencia civil quede oculta bajo un manto de terror y de muerte y propiciando de este modo la espiral acción-represíón-acción en que ETA basó siempre su aspiración a la hegemonía en Euskadi.

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