El Cesid y la 'doctrina Manzanares'
En términos políticos, la doctrina sentada por el magistrado Manzanares, vicepresidente del Consejo General del Poder Judicial y miembro en excedencia -por ahora- de la sala del Tribunal Supremo que ha de juzgar el caso GAL, se puede resumir así: la culpabilidad o la inocencia de una persona no dependen de la decisión del juez, sino de lo que más le convenga a cada uno en la batalla política y mediática.Tenemos ahora un ejemplo bien claro de esta doctrina en el caso de las escuchas del Cesid. Si en vez de dictar un auto archivando el caso, la juez Ana Mercedes del Molino hubiese dictado otro en sentido contrario, ahora estaríamos ante una catarata de elogios a su dignidad y a su valentía y ante otra catarata de declaraciones indignadas y un ruido infernal de vestiduras rasgadas de los diversos partidos y grupos de la oposición, así como de varios medios de comunicación y distintas tertulias, exigiendo no ya la retirada de Narcís Serra como cabeza de lista del PSC en Barcelona, sino también la de Felipe González como cabeza de lista de Madrid.
Pero lo cierto es que el caso ha sido archivado y la respuesta de los acusadores ha sido o el silencio total, con la mirada desviada hacia otros lados, o la aceptación integral de la doctrina Manzanares, atacando a la juez por la decisión que ha tomado e insistiendo en la responsabilidad de Narcís Serra por las escuchas, por las no escuchas, por no haber impedido la traición del coronel Perote o por haberle echado del Cesid. O sea, que para mantener vivo el asunto y eludir sus propias responsabilidades en la utilización insensata y demagógica del mismo, estos agitadores sin causa a que agarrarse mantienen ahora que Narcís Serra es culpable de haber fomentado una conspiración contra sí mismo, porque para eso sirvieron los papeles que Perote robó y vendió a los que montaron el follón.La verdad es que uno tiene que contenerse para no entrar al trapo ante esta acumulación de demagogia barata, de mala uva, de cinismo y de manipulación de la realidad. Porque lo de ahora no es un episodio más, sino la culminación de una serie de despropósitos que empezaron hace ya tiempo y que se avivaron de una manera desaforada cuando el PP perdió unas elecciones que creía ganadas en 1993.
Cierto que los casos Roldán y Rubio suministraron materia para ello, pero también es cierto que en torno a ellos se generó una trama de intereses que lanzó una inmensa nube de confusión y de desconcierto mezclando datos reales con datos falsos. Roldán delinquió y se escapó, ciertamente, pero el diario El Mundo sabía dónde estaba, le entrevistó en plena fuga, cometió un delito de denegación de auxilio a la justicia y se convirtió en acusador de los perseguidores del prófugo. Altos exponentes del PP, de Izquierda Unida y de otros grupos dieron versiones falsas de lo que estaba ocurriendo, y hasta hubo un diputado del PP, Luis Ramallo, que afirmó que Roldán estaba en el fondo del mar con una piedra atada al cuello.
Cuando finalmente se consiguió detener a Roldán, nadie se excusó por las acusaciones falsas y menos por las imbecilidades vertidas a lo largo de tantos meses. Al contrario, inmediatamente se inventó otro conflicto, el de los papeles de Laos, que intentó convertir a los policías que detuvieron a Roldán poco menos que en delincuentes y a Roldán casi en un santo varón perseguido por un Gobierno de corruptos e incompetentes. Al cabo de un tiempo, el juez competente dictaminó que no había responsabilidad penal ninguna y que, por consiguiente, tampoco había ningún caso papeles de Laos. Todavía no he visto ni oído ninguna excusa por parte de los que lo montaron, ni nadie ha tenido la gallardía de reconocer su error. Lo importante era montar el lío y crear un clima de confusión contra el Gobierno, y esto ya lo habían conseguido.
Después tuvimos el caso del informe Crillon. Otra vez se vertieron ríos de tinta acusando al Gobierno, y especialmente al vicepresidente Narcís Serra, de haber financiado con fondos reservados una investigación sobre la vida privada de Mario Conde. Periódicos y tertulianos pusieron una vez más el grito en el cielo, una vez más se rasgaron centenares de vestiduras. Pero al cabo de unos meses, el juez competente dio carpetazo al asunto diciendo que no había delito ni infracción ninguna. Tampoco he oído ni leído excusas por parte de los que tanto habían gritado, tampoco se ha visto ningún acto de contrición democrática por parte de los que se consideran intérpretes auténticos de la moral pública.
Y ahora tenemos el caso de las escuchas del Cesid. Como diputado, nunca olvidaré la sesión parlamentaria del 21 de julio del año pasado, cuando el vicepresidente del Gobierno, Narcís Serra, compareció ante el Congreso de los Diputados para explicar lo que de verdad había ocurrido en el caso de estas escuchas. Fue un debate brutal, degradante, indigno. Narcís Serra no consiguió pronunciar dos frases seguidas sin que de las filas del PP le interrumpiesen con una catarata de insultos, de improperios, de risas, de exclamaciones y de gritos de "¡fuera, fuera!". Todos los grupos de la oposición se lanzaron a la yugular de Narcís Serra, y también de Felipe González, con una actitud y una violencia pavorosas, y hasta Convergència i Unió aprovechó el asunto para anunciar que rompía sus acuerdos parlamentarios con el PSOE, forzando con ello la convocatoria de elecciones anticipadas. Los argumentos de Narcís Serra fueron no ya rechazados, sino denostados, ridiculizados.
Pues bien, el auto de la juez Del Molino ha reconocido como válidos estos mismos argumentos aportados por el entonces vicepresidente del Gobierno y que fueron rechazados con tanta violencia por la oposición. Pero entre tanto han ocurrido cosas irreversibles, entre ellas, la dimisión del propio Narcís Serra, la del ministro de Defensa, Julián García Vargas, y la del director del Cesid, el general Manglano. ¿Quién les va a devolver el honor que entonces se les arrebató con tanta saña?
De hecho, el auto en cuestión convierte el caso de las escuchas del Cesid en el caso Perote, es decir, en el caso de un alto funcionario que robó documentos que tenían que haber sido destruidos y los vendió. Pero el caso Perote no sólo es un asunto judicial. Es también un caso político que debe tratarse y ventilarse como tal. En definitiva, Perote robó y vendió documentos porque alguien los compró y los utilizó. El caso Perote es el caso de los que aprovechando su traición montaron una campaña contra el Gobierno socialista. Es también el caso de los que se sumaron a esta campaña desde los medios de comunicación. Y es también el caso de los que convirtieron este sórdido asunto en tema de debate parlamentario, en excusa para acosar y desprestigiar al Gobierno y, en definitiva, en miserable arma electoral. Es, finalmente, el caso de los que ahora se empeñan en seguir acusando a los que la justicia ha librado de toda sospecha.
Esto es lo que más me preocupa. Estamos ante la estrategia de que todo vale si sirve para destruir al adversario o, más exactamente, al enemigo. Se lanzan campañas, se amplifican sus efectos distorsionadores, se siembra la confusión y no se tiene el más mínimo respeto por la verdad. Creo que esto es peligrosísimo para una democracia tan joven como la nuestra, porque se desentierran fantasmas que ya creíamos del todo enterrados y, sobre todo, porqué se quita la iniciativa política de las manos de los partidos y las instituciones parlamentarias y se atribuye a los que, sin ninguna responsabilidad ni ningún control ciudadano, pueden empujar las cosas en una dirección o en otra, en función de sus intereses particulares. De hecho, en todos estos asuntos, los partidos de la oposición han carecido de iniciativa y han ido a remolque de lo que les indicaban desde determinados medios de comunicación o desde determinados grupos de presión. Pero, por encima de todo, creo que el asunto es peligrosísimo porque de hecho estamos aceptando como un elemento central del sistema la doctrina del magistrado Manzanares, que en sí misma lleva a la destrucción de uno de los pilares básicos de la democracia.
Jordi Solé Tura fue diputado por el PSC-PSOE.
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