Raúl, el espartano de seda
Raúl negocia su futuro, los entrenadores le proclaman novato del año, y los críticos hacen un nuevo intento de clasificarle. ¿Estamos ante un verdadero fenómeno? ¿Se trata más bien de uno de esos jugadores utilitarios a quienes se quiere sólo por interés? ¿Conseguirá entrar en el salón de la fama o será un ídolo subalterno condenado a vivir de las estadísticas? Para no perdernos en el socorrido debate sobre la eficacia y el arte, conviene que decidamos qué es a partir de lo que parece.A primera vista podría ser uno de esos héroes solitarios que suelen irrumpir con la metralleta y el botiquín en las situaciones de máxima urgencia. Algunos dicen que quizá carezca del encanto de los deportistas de época, esos tipos que nacen con un sello y una profecía. Para entender sus dudas basta con citar a Franz Beckenbauer, aquella escultura flexible cuya huella, firme como un bajorrelieve, sigue intacta en el estadio olímpico de Múnich. Su elegancia era una cuestión previa. Se manifestaba sucesivamente en un modo de llenar el uniforme, en la voluntad de mantenerlo limpio sobre el barro, en una gracia natural para perfilarse tras la pelota y por fin en una arrogancia distante, casi aristocrática, para tocarla.
De ahí pueden surgir las dudas, porque Raúl no es uno de esos dandies del deporte que comienzan a triunfar en la fotografía protocolaria. Al contrario que sus más ilustres rivales, él es un chico desgarbado al que le sobra tela por todas partes. Algo huesudo y un punto chueco, tampoco tiene los estudiados ademanes que distinguen al jugador de alta escuela, ni la zancada redonda que acredita al llegador de toda la vida. Al revés que la competencia, él suda cuando escribe: lo hace todo con mucha pasión, pero con mucho trabajo.
Sin embargo, hay cosas a las que no le gana nadie. Nadie le gana a lamentar un fallo propio, ni a llorar una derrota, ni a mirar con mala leche al menda que le ha pintado la cara. Quienes mejor le conocen suelen decir que en esa mirada profundísima está su verdadero secreto. Viene de medir, pasito a pasito, los metros cuadrados de una vivienda pequeña y, céntimo a céntimo, los haberes de una familia humilde. Así que, primero vivir, luego filosofar, reside en un mundo donde no cabe la neutralidad. En él sólo hay sitio para los amigos, los enemigos y el balón.
Es justo señalar que nadie le trata tan bien como la pelota, y por tanto la conclusión final es obligada. Puesto que él manda y la pelota obedece, su destino sólo puede ser el de un campeón.
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