Ver y callar
Cacciari, el alcalde de Venecia, un tipo inteligente y sensible, dijo ante La Fenice: "No podemos hacer nada. Sólo contemplar lo que está ocurriendo". Son palabras coherentes en el filósofo que ha escrito que Venecia y Europa sólo pueden sobrevivir aceptando su ocaso. Pero son, además, palabras modélicas en un hombre de cultura. La cultura, para el mundo, sólo tiene ya interés en cuanto infecto melodrama: lágrimas hoy venecianas como antes fueron barcelonesas. Lágrimas y una estúpida voluntad de re construcción minuciosa: como si los sueños pudieran reconstruirse, como si pudieran devolvemos al abuelo, según escribió Eduardo Mendoza, sensatísimo, pocos días después del incendio lírico de Barcelona. La preocupación de la política del pensa miento único por el estrago cultural sólo puede ser entendida en términos cínicos o sentimentales, dos territorios mucho más cercanos de lo que se cree. Mientras el fuego abate la memoria, en Venecia o Sarajevo, el político cree tener un rapto, un asomo de mala conciencia muy peculiar. Hay tantos políticos que se ven a sí mismos como genios presuntos de la literatura y de las artes: "Si yo no me hubiera tenido que sacrificar por la política...", deben de meditar en fugaz instante melancólico, mientras repasan su biblioteca atestada de libros subvencionados -carísimos e intactos-, o sus paredes privadas, donde cuelgan las atenciones del artista pintor. Se quema lo que nos hizo felices, desde Venecia a Sarajevo, pero es sólo mera escenografía. El incendio real se produce de forma más opaca: en los gabinetes, por ejemplo, donde los Gobiernos de Europa deciden re cortar -sin agobios sentimentales - miles de millones de los presupuestos culturales de 1996. Por eso, ante los incendios teatrales, sólo cabe emular a Cacciari: ver y callar. Que sean ellos, los súbitos reconstructores, los que se empasten la boca y se oculten tras el denso humo de la lírica.
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