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Esperando a Balthus

En cierta ocasión le preguntaron a Samuel Beckett quién era Godot -el personaje más sugerente de la obra de teatro más misteriosa de este siglo que acaba (misteriosa por cuanto aún no sabemos qué nos hace volver a ella una y otra vez)-, y respondió que de haberlo sabido lo habría puesto. Lo que cuento por que siempre que el azar me premia y me pone ante un cuadro de Balthus, algo nada frecuente pues su avaricia creativa es famosa y en su caso sí parece que con dición de su genio, me pregunto qué o a quién esperan sus personajes inmóviles, sorprendidos claramente por el pintor en un instante no preparado de sus vidas, pero a la vez, qué duda cabe, destinados a seguir sugiriendo -es probable que a quien esperan no habrá llegado aún- dentro de muchos años.Rara vez me ha parecido una exposición tan oportuna y, por una vez, no oportunista, como la de Balthus que el Reina Sofía ofrecerá a partir del jueves, y no sólo porque viene a ser como las lluvias de estos días en la sequía cultural que ha comenzado a padecer Madrid, ¿la han notado?, con síntomas de peste como el increíble invento de los autobuses envueltos: habrá que ir pensando en un premio Frankenstein -el Frankie- para diseñadores y cargos municipales enganchados a la barbarie.

La oportunidad de la exposición Balthus no se me ha hecho evidente hasta hace poco. Como tantos, yo siempre creí la versión oficial de que Balthus es un pintor intemporal, ajeno a las peleas de un siglo agitado pese a que las vio todas desde primera fila, y con una obra enlazada con la tradición y destinada al futuro pero sobre todo ajena a un presente que, como verdadero aristócrata, desprecia. ¿Acaso no es un conde doblemente polaco (puesto que nacido en París), casi tan viejo como el siglo y con recuerdos de fábula, como el haber tenido a Rilke de preceptor? Eso sólo le ocurre a las leyendas (y por consiguiente se puede hacer con ellas cualquier cosa, como entregárselas a las fieras del circo).

Pues bien: quizá impaciente e influido por la cercanía de esta exposición, de un tiempo a esta parte, siempre que quiero encontrar el perfil y el color que reúna a los muchos treintañeros que conozco -pues hace mucho que tengo la horrible y sociológica sospecha de que hacen parte de un mismo fenómeno-, se me ocurre Balthus: Esos personajes, casi siempre jóvenes, esperando. Distintos entre sí como pocos personajes de ningún pintor, residentes en escenarios tan distantes como sólo pueden ser aquellos que separa el tiempo de la creación... esperando. Más que la pincelada, la cuidada escenografía, el lado literario de sus cuadros, lo que en los museos identifica a los personajes de Balthus desde varias salas de distancia es eso: la espera. Incluso en los personajes que se mueven, o gritan, o se están cayendo de una silla.

Ni que decir tiene que, como con Godot, no padezco el más leve optimismo de creer que alguna vez sabremos qué esperan, ni a quién. Sea lo que sea, soy lo suficientemente mayor para saber que no vendrá. Si hubiera de venir, ya lo sabríamos: ha tenido tiempo. Eso, más que la espera, es lo que les hace parecerse a mis múltiples amigos de treinta y tres o treinta y cinco anos. Esa especie de espera quieta, nada desesperada pero tampoco particularmente esperanzada.

Unos y otros, pues, aguardan. Hace mucho tiempo que los personajes de Balthus perdieron la ansiedad. Indiferentes al presente, agazapados en la semi penumbra de una reputación de rareza que sólo la avidez de la sociedad del espectáculo ha terminado por consagrar (efímeramente, como veremos), saben que quien haya de venir o lo que haya de suceder no será pronto. Viven confortablemente en su discreta fama, recostados contra el lienzo. En cambio, aunque igualmente escépticos, mis amigos saben que todo día que pasen esperando en el paro o en el subempleo (más generalizado y más terrible) es un día menos. Un día menos de trabajo, de vacaciones, de hacer planes, de atascos, de zancadillas, de hipoteca, de lluvia, de... etcétera. Se sienten robados. Se comprende.

Lo que diferencia a mis amigos de los personajes de Balthus es que, aunque todos ellos esperan, los de Balthus saben que el tiempo juega a su favor: el presente se aleja y ellos van fundiéndose en una aristocrática leyenda. En cambio mis amigos saben que, cuantos más días permanecen sentados esperando a que les llegue el turno, más se les escurre entre los dedos el presente al que aspiran, por plebeyo que sea, y van entrando en una zona muy difícil que ni es pasado ni, mucho menos, futuro. Pues la espera, esa al menos, desafía la física y hasta la astrofísica: no agranda el futuro, tampoco el pasado, no se transforma ni tampoco crea memoria. Se limita a crecer, comiéndose el tiempo. Como en Beckett.

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