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¿Retorno al orden?

Rafael Argullol

Al haber escrito, a lo largo de los últimos años y en diversas ocasiones, contra el gestualismo vanguardista, me considero en condiciones bastante aceptables para advertir contra la cada vez más frecuente exhibición de gestos enraizados en la peor lectura de la tradición. Sin duda, uno de los estigmas de la concepción vanguardista, fuente de su grandeza y su miseria, ha sido su necesidad de vivir el futuro como presente, su imprescindible alteración de la conciencia temporal a la búsqueda de espacios todavía inexplorados y lenguajes todavía inexpresados. Esto implicaba una aceleración continua del ritmo de la creatividad, dando pie a fecundísimas realizaciones, pero asimismo un viaje sin retorno en el que inevitablemente el esfuerzo vanguardista podía acabar desembocando en la esterilidad. La concepcion vanguardista conlleva, como proceso interno, la propia extinción de la vanguardia y, simultáneamente, a través de sus grandes obras, su elevación a tradición, es decir, a autoridad. Toda vanguardia, incluso una vanguardia tan agresiva como la del siglo XX, se convierte naturalmente en tradición cuando, al disiparse con el tiempo los fragores de la provocación, queda el rastro de lo permanente, las construcciones ineludibles que desprenden un halo de atemporalidad. Es en este sentido que la modernidad estética ha revertido espontáneamente en tradición.

Este desarrollo, integrador del legado riquísimo del arte moderno, se ha visto enturbiado y, a menudo, interrumpido, por la oficialización de la concepción vanguardista como única concepción creativa. La transformación de la vanguardia en, por así decirlo, arte Oficial para el mercado y en menor medida, aunque con significativas consecuencias, para los poderes públicos no sólo desactivó la médula de la dinámica vanguardista, sino que abrió las puertas del simulacro a actitudes que, vacías de real contenido, no eran sino una repetición ritual de un supuesto, y extraviado, vanguardismo. La vanguardia como arte oficial -o sea, la antivanguardia- llegó a su paroxismo en los años ochenta, cuando el optimismo del mercado del arte (llamado contemporáneo) corrió paralelo -a la utilización política de la supuesta vanguardia para el fomento de los espectáculos públicos.

Pero ahora el embuste parece venir por el otro lado. Hay muchas voces que reclaman un retour á l'ordre, y algunas de estas voces serían realmente saludables si lo que reclamaran fuera, en efecto, un orden que supusiera lo que los anglosajones han llamado gran tradición. De ser así, en ese orden estaría incluida la modernidad por la sencilla razón de que a finales del siglo XX lo que en los dos siglos anteriores fue vanguardia es, al menos, tan tradición como lo que nos han legado los tres milenios precedentes. Picasso, Rothko, Schónberg, Le Corbusier, Kafka, están ya perfectamente alineados con Piero della Francesca, Bach, Mozart, Dante. La cúpula de Santa María del Fiore o La consagración de la primavera fueron vanguardia y ahora son tradición.

Lamentablemente, el retorno al orden al que muchos se refieren es de cariz muy distinto. Frente a los excesos, ciertos, de vanguardismos epigónicos, se reivindica una tradición que es, en realidad, un regreso a los subsuelos del tradicionalismo. En una época, la nuestra, en la que los autoproclamados conservadores vociferan ya tanto como antes lo hacían los revolucionarios irreductibles, el peligro que se corre es que el histrionismo rupturista sea sustituido por la payasada anticuada.

Nada objetaría a los conservadores si su deseo fuera conservar aquella irán tradición que conduce a lo que ahora somos: conservar las torres de las catedrales, pero también el espíritu crítico y audaz de la modernidad. Bien estaría que, tras los circos del simulacro, ahora dedicáramos un tiempo a la seriedad y a la ironía de la gran cultura -es decir, de la única cultura- fomentando el acceso a los mejores tesoros.

Me temo, sin embargo, que los conservadores, cuando menos los que más gritan y los que empiezan a ejecutar políticamente sus gritos, en lugar de tesoros ofrecerán bisutería barata en la que no se sabe si es más vistoso lo cursi o lo vulgar. Para quienes los espeluznantes gordos de Botero representan la máxima audacia artística no es extraño que La violetera o la proliferación de columnas dóricas de cartónpiedra sean el máximo exponente de la clasicidad. En un país como España, en el que la cultura moderna ha sido tan endeble, sin apenas Ilustración y romanticismo, sin apenas pensamiento durante buena parte de nuestro siglo, siempre existe el peligro de que, resquebrajados los diques de la modernidad crítica, irrumpan las aguas turbias del casticismo y el costumbrismo.

El riesgo, por tanto, de este conservadurismo es que ni siquiera es conservador en el único sentido que puede admitir la cultura: asumiendo la modernidad como tradición. Desde esta radical incomprensión hay una mayoría de conservadores que, pretendiendo ofrecer el pasado como presente, acaban ofreciendo una aberración del pasado, confeccionada mediante el mal gusto, la grandilocuencia y la sensiblería. Albaceas del arte figurativo, defienden ardientemente aburridos cromos realistas; enemigos furibundos de la arquitectura moderna, se fascinan con sandeces neoantiguas; fustigadores de toda vanguardia, exaltan las virtudes de la charanga y el sainete. Las razones que podrían tener las pierden en la sinrazón de sus propuestas.

Después del simulacro de la vanguardia nos estamos adentrando en tiempos que parecen dominados por el simulacro de la tradición. Al menos, por lo que se refiere a la vida pública, a lo que expresan los portavoces y conductores de la sociedad. La cultura y el arte, por supuesto, nada tienen que ver ni con uno ni con otro simulacro.

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